Eramos tan pobres...

Disculpen la extensión del siguiente extracto de “El manual del perfecto idiota latinoamericano”. Es que es imperdible. Decidí postearlo por la increíble creencia que domina en muchas personas, lo cual me volvió a la luz luego de un breve intercambio de palabras con un conocido que ahora está en España: Martín.

SOMOS POBRES: LA CULPA ES DE ELLOS

El subdesarrollo de los países pobres es el producto histórico del enriquecimiento de otros. En última instancia, nuestra pobreza se debe a la explotación de que somos víctimas por parte de los países ricos del planeta.

Como ilustra esta frase, que podría pronunciar nuestro idiota, la culpa de lo que nos pasa no es nunca nuestra. Siempre hay alguien —una empresa, un país, una persona— responsable de nuestra suerte. Nos encanta ser ineptos con buena conciencia. Nos da placer morboso creernos víctimas de algún despojo. Practicamos un masoquismo imaginario, una fantasía del sufrimiento. No porque la pobreza latinoamericana sea irreal —bastante real es ella para los pueblos jóvenes de Lima, las favelas de Río o los caseríos de Oaxaca— sino porque nos encanta culpar a algún malvado de nuestras carencias. Mr. Smith, ejecutivo de una fábrica de bombillos de Wisconsin, es un canalla que nos hunde en el hambre, un bandolero responsable de que el per cápita de Honduras sean mil miserables dólares anuales (eso sí, nuestras cifras macroeconómicas están bien contaditas en dólares, no faltaba más). Mrs. Wayne, una corredora de bienes raíces en Miami, es una amante de lo ajeno, capaz de las peores inquinas, como la de tener a doce millones de peruanos sin un empleo formal. Mr. Butterfly, un fabricante de microprocesadores de Nueva York, vive atormentado pensando que Hades lo espera en el más allá, pues debe su imperio de varios miles de millones de dólares a los Tratados de Guadalupe-Hidalgo que en 1848 hurtaron a México más de la mitad de su territorio para entregárselo a Estados Unidos.


Si este onanismo del sufrimiento fuera autóctono, quizá sería hasta simpático, un elemento entre otros de nuestro folklore político. Pero resulta que es importado de Europa, concretamente de una corriente de pensamiento que buscó, a comienzos de siglo, justificar el fracaso de la predicción marxista revolucionaria en los países ricos con el argumento de que el capitalismo seguía con vida por obra del imperialismo. Esta deslumbrante reflexión cobró más fuerza aun con los independentismos de la posguerra, cuando todas las colonias liberadas de sus amos creyeron necesario odiar la riqueza de los ricos para sentirse más independientes. Figuras por otra parte respetables como el pandit Nehru o Nasser, y luego algunos distinguidos gorilas que se apoderaron de ciertos gobiernos africanos, expandieron urbi et orbe el culto contra los ricos. América Latina, siempre tan original, hizo suya esta prédica y la metió hasta en los resquicios más hondos de la academia, la política, las comunicaciones y la economía. Hicimos nuestro aporte a las esotéricas teorías de la dependencia, y figuras como Raúl Prebisch y Henrique Cardoso les dieron respetabilidad intelectual.

Para empezar, el pobre Marx debe de haber dado brincos en la tumba con estas teorías. Él nunca sostuvo semejante tesis. Más bien, elogió el colonialismo como una forma de acelerar en los países subdesarrollados el advenimiento del capitalismo, que era el indispensable paso previo del comunismo. Pocos hombres han cantado con tanto ímpetu las glorias modernizadoras del capitalismo como Marx (y eso que no alcanzó a ver a Napoleón en un CD-ROM o a enviarle un fax a su amigo Engels). Jamás se le habría ocurrido pensar al padre intelectual del culto contra los ricos que la pobreza de América Latina era directamente proporcional a, y causada por, la riqueza norteamericana o europea.
A esta ideología nadie la bautizó tan bien como el venezolano Carlos Rangel: tercermundismo. Y nadie como el francés Jean-Francois Revel ha definido su finalidad: «el objetivo del tercermundismo es acusar y si fuera posible destruir las sociedades desarrolladas, no desarrollar las atrasadas».

La simple lógica ya sería suficiente criterio para invalidar la afirmación de que nuestra pobreza es la riqueza de los ricos, pues es evidente que si la riqueza es una creación y no algo ya existente, la prosperidad de un país no es producto del hurto de una riqueza instalada en otro lugar. Si los servicios, que constituyen las tres cuartas partes de la economía norteamericana de hoy, no usan materias primas latinoamericanas ni de ninguna otra parte, ¿cómo podrían, sin que medie el birlibirloque, ser el resultado de un saqueo de nuestros recursos naturales? Si los seis billones (trillions, en inglés) de dólares anuales que produce la economía de los Estados Unidos son ocho veces lo que producen, combinadas, las tres mayores economías latinoamericanas (los «gigantes» Brasil, México y Argentina), para que la premisa fuera cierta habría que demostrar que alguna vez esas tres economías juntas, por ejemplo, produjeron ocho veces más de lo que producen hoy en día, y que, sumadas, alcanzaban una cifra parecida a los seis billones de dólares. Si escarbamos un poquito en el pretérito, veremos que seis billones de dólares es una noción tan extraña para nuestras economías actuales o pasadas como puede serlo la soledad para un chino o para un esquimal el infierno...

Podría siempre alegarse, claro, que no es justo hacer esta comparación porque no es que Estados Unidos haya robado exactamente todo lo que produce, sino que se embolsilló los recursos esenciales y luego construyó sobre ellos una riqueza propia. Si se alegara esto, automáticamente quedaría invalidada toda la premisa de que nuestra pobreza se debe a la explotación de que somos víctimas, ya que ella descansa enteramente sobre la idea de que la riqueza no se hace sino que se reparte, pues ya existe. Si no existe, se crea, y si se crea, la riqueza de ningún país es esencialmente la pobreza de otro. Incluso los peores coloniajes desde el Renacimiento hasta nuestros días han transferido al país-víctima instrumentos —conocimientos, técnicas— que le han permitido algún desarrollo (por lo menos económico, ya que no político e intelectual). ¿Qué sería hoy la economía latinoamericana comparada con la de los países prósperos si ella no hubiese tenido contacto con la economía de los caras-pálidas? Cuesta trabajo creer que la producción combinada de México, Brasil y Argentina sería hoy sólo ocho veces menor que la de Estados Unidos. Los peruanos a lo mejor seguirían frotándose las manos frente a las virtudes agrícolas de los andenes serranos, notables inventos para la época precolombina pero no exactamente precursoras de, por ejemplo, la máquina de vapor o el motor de combustión (para hablar de inventos capitalistas bastante anticuados).

¿Significa esto que no hubo despojos en la era colonial ni injusticias imperialistas en la republicana? Sí, las hubo, pero esos hechos tienen tan poca relación con nuestra condición actual de países subdesarrollados como la que tienen nuestros intelectuales con el sentido común. Seguíamos siendo, como región, mucho más prósperos que Estados Unidos cuando nuestros criollos, enfrentados a ejércitos reales llenos de indios, cortaron amarras con la metrópolis, es decir después de producidos todos los despojos de la era colonial. Por lo demás, España malgastó el oro que se llevó consigo en inútiles guerras europeas en vez de usarlo productivamente, por lo que no podemos, si queremos evitar volver al kindergarten, achacar su relativa prosperidad actual a semejante factor. Algún contable peruano, con paciencia patriótica, ha calculado lo que en términos actuales sumaría todo el despojo aurífero colonial (la oportunidad de esta operación no pudo ser mejor: la Exposición de Sevilla en 1992). España y Portugal, poderes coloniales por excelencia, están entre los países menos ricos de la Unión Europea, mientras que Alemania, el gran motor de ese continente, no fue una potencia colonial (por lo demás, empezó su desarrollo a comienzos de este siglo, y desde entonces hasta la fecha aventuras colonialistas como la de Hitler le trajeron, en lo económico, muchos más perjuicios que beneficios). El colonialismo practicado por la URSS no logró desarrollar a ningún país y por eso la economía cubana, privada ya de la teta soviética —un subsidio de más de cinco mil millones de dólares al año—, pide de rodillas que le traigan divisas de fuera, iniciando un culto místc0 de dimensiones escalofriantes al Dios-dólar encabezado por el propio comandante Castro.

Cuando se habla de la responsabilidad del colonialismo y la explotación de países débiles por parte de países fuertes se suele hablar de siglos más o menos recientes. Es una trampa conveniente. Contar sólo a partir de la era moderna a la hora de tratar de establecer relaciones de causa y efecto entre la riqueza de los colonizadores y la pobreza de los colonizados es desconocer que el colonialismo es una práctica tan antigua como la humanidad. Que se sepa, en la antigüedad o en la Edad Media ninguna región del mundo cuyo pueblo conquistó a otro logró un desarrollo comparable al capitalismo.

Entre los países más sorprendentes por su desarrollo en los últimos tiempos hay algunos que no tenían recursos naturales importantes cuando alzaron vuelo ni conquistaron a nadie. Corea del Sur, al final de la guerra coreana, quedó despojada de toda industria, pues ésta estaba en el norte. Singapur no tenía recursos naturales y carecía de tierra cultivable. Ambos —se está volviendo aburrido citar a los dragones a cada rato, pero qué remedio— han logrado en pocas décadas un despegue económico que no han conseguido países latinoamericanos mucho más ricos en materias primas. Los países de la Comunidad de Estados Independientes (antigua Unión Soviética) tienen, en cambio, todos los recursos naturales del mundo y se ahogan todavía en el subdesarrollo.

Durante los primeros treinta años de este siglo Argentina era una potencia mundial en materia económica, mucho más aventajada que buena parte de los países europeos que hoy la superan, y en los sesenta años que median entre entonces y hoy no puede sostenerse sin vergüenza que Argentina haya sido víctima de colonialismos y explotaciones significativas. La historia reciente de América Latina está llena de revoluciones justicieras, como la mexicana, la del Movimiento Nacional Revolucionario en Bolivia, la de Juan Velasco en Perú y la de Fidel Castro en Cuba, todas las cuales insurgieron contra el entreguismo y el imperialismo económico. Al final del proceso, ninguno de los cuatro países estaba mejor que cuando empezó (en el caso de México puede decirse que sólo mejoró relativamente cuando la Revolución, dúctil como la plastilina, mudó convenientemente sus principios y se volvió entreguista...).

Al no ser la riqueza un recurso o una renta eterna, de nada serviría que repartiésemos la prosperidad de Estados Unidos entre todos los latinoamericanos. Ella se evaporaría inmediatamente, pues la simple transferencia de esa prosperidad no habría resuelto el problema esencial: cómo crearla todo el tiempo. Si los habitantes de América Latina se quedaran con la renta per cápita de Estados Unidos, a cada uno le correspondería, por tener nosotros poco menos del doble de habitantes que ellos, alrededor de diez mil dólares anuales. Si los latinoamericanos nos apropiáramos esa renta todos los años, al cabo de un lustro estaríamos en una situación no mucho mejor a la actual, pues dicho dinero no habría creado ni empresas ni los puestos de trabajo necesarios (descartando que se hubiese invertido pues ello desmentiría el axioma de que la riqueza no se crea sino que se roba). No habríamos dejado atrás el subdesarrollo. A nuestros vecinos del norte, mientras tanto, les quedarían dos opciones a lo largo de esos cinco años: ponderar las virtudes de la autofagia o —perspectiva menos indigesta— ponerse a trabajar para duplicar la renta de tal modo que, despojados de la renta actual de veintiún mil dólares anuales, volviesen a disfrutar de una renta similar a la actual.

Las empresas transnacionales saquean nuestras riquezas y constituyen una nueva forma de colonialismo.

Uno se pregunta por qué para saquear nuestras riquezas las potencias como Estados Unidos, Europa y Japón utilizan un mecanismo tan extraño como el de las transnacionales y no una fórmula más expeditiva, como un ejército. Es un misterio la razón por la que estos ladrones de riqueza ajena gastan dinero en hacer estudios, construir plantas, trasladar maquinaria, tecnología y gerentes, promover productos, distribuir mercancía y emplear trabajadores, para no hablar de las coimas de rigor, indispensable elemento de los costos operativos. Es aún más extraño el hecho de que en tantos de estos casos las buenas utilidades muchas veces sirven para hacer que estos enemigos de nuestra prosperidad gasten más dinero en ampliar su producción. ¿Por qué no evitar toda esta onerosa pantomima y enviar de una vez a la soldadesca para cargar, a punta de carajos, con nuestra cornucopia?

Por una sencilla razón: porque una corporación transnacional no es un Estado sino una empresa, totalmente incapaz de usar la fuerza física contra ningún país. Aunque en el pasado meterse con una empresa transnacional estadounidense en América Latina podía traer represalias militares, hace ya varias décadas que no es así. Las empresas vienen cuando se les permite venir, se van cuando se las obliga a irse. Lo raro es que sigan viniendo a nuestros países pese a haber sido tantas veces en el pasado reciente obligadas por nuestros gobiernos a liar bártulos. Con curiosa testarudez el capital extranjero vuelve allí donde ha recibido las peores zancadillas. Le gusta que lo azoten. Es más masoquista que los héroes del Marqués de Sade.

Claro, una empresa transnacional no es un fondo de caridad. No regala dinero a un país en el que invierte, precisamente porque eso es lo que hace: invertir, actividad que no puede desligarse del objetivo, perfectamente respetable, de conseguir beneficios. Si la General Motors o la Coca-Cola se dedicaran a montar toda la costosa cadena de producción antes señalada y no quisieran un centavo de utilidad por ello, habría que perderles el respeto ipso fado. Si ellas se dedicaran a la filantropía, desaparecerían en muy poco tiempo.

Lo que hacen, más bien, es buscar ganancias. El mundo se mueve en función de la expectativa de obtener beneficios. Todo el andamiaje moderno reposa sobre esa columna. Hasta la ingeniería genética y la biotecnología, que son en última instancia nada menos que experimentos manipuladores de los genes humanos y animales, sólo pueden a la larga dar los resultados médicos deseados si las compañías que invierten fortunas en la investigación científica creen que podrán obtener ganancias {es por eso que existe hoy algo tan controvertido como patentes de genes humanos). A lo mejor algún día la ingeniería genética producirá un intelectual latinoamericano capaz de entender que la búsqueda del beneficio es sana y moral.

A nosotros nos conviene —y esto está al alcance del más oligofrénico patriota— que esas empresas instaladas en nuestros países obtengan beneficios. Es más: conviene que ganen miles de millones, y, si fuera posible, también billones de dólares. Ellas traen dinero, tecnología y trabajo, y todo el beneficio que obtengan vendrá de haber logrado dar salida a los bienes y servicios que produzcan. Si esos bienes los venden internamente, el mercado local habrá crecido. Si se exportan, el país habrá logrado una salida para productos locales que de otra forma no habría conseguido, beneficiándose con la decisión que tomará la empresa de mantener e incluso expandir sus inversiones en el país donde ha instalado sus negocios. Para cualquier bípedo en uso de razón todo esto debería ser más fácil de digerir que la lechuga.

Las grandes fabricantes de autos, por ejemplo, han anunciado que quieren que Brasil sea algo así como la segunda capital de su industria en el hemisferio occidental para fines de este siglo. ¿Qué significa? Significa, exactamente, que quieren duplicar la producción de automóviles, lo que requerirá, de parte de estos monstruos multinacionales, una inversión total de doce mil millones de dólares. La Volkswagen, Satán del volante, hambreadora de nuestros pueblos, piraña de nuestro oro, meterá en aquel desdichado país —horror de horrores— 2.500 millones de dólares antes de fin de milenio para aumentar a un millón el número de vehículos que produce. La Ford, Moloc en cuyo altar sacrificamos a nuestros niños, ha anunciado, por su parte, otros 2.500 millones de dólares de inversión. Y así sucesivamente. La General Motors, empresa que sin duda nació para dragar nuestra dignidad y despojarla de sustancia, nos odia tanto que emplea a cien mil personas en México, Colombia, Chile, Venezuela y Brasil. La francesa Carrefour, verdadero Napoleón imperial del capital extranjero, nos inflige veintiún mi] empleos en Argentina y Brasil, que son menos de la mitad de los que nos impone, despiadadamente, la Volkswagen en Argentina, Brasil y México.

Hasta 1989 había lo que llamábamos «fuga de capitales» en América Latina. Hechas las sumas y las restas, el dinero que sacaban nuestros capitalistas era mayor que los dólares que venían de fuera para ser invertidos en América Latina. En ese año, precisamente, la «fuga» —qué manía de usar palabrejas sacadas del vocabulario policial para hablar de economía— sumó unos 28.000 millones de dólares. La situación de hoy, un lustro más tarde, es la contraria. En 1994 alrededor de 50.000 millones de dólares vinieron a América Latina empaquetados con un lacito del que colgaba una tarjeta con el nombre de «capital extranjero». Por tanto, el «saqueo» es reciente. Jamás en la historia republicana de América hubo semejantes cataratas de capital extranjero. Y eso que 1994 supuso una caída de alrededor del treinta por ciento en materia de inversión extranjera con respecto al año anterior, dadas las veleidades políticas mexicanas, efecto que redujo aún más la cifra en 1995. Estos altibajos inversionistas muestran, por lo demás, que nada garantiza el interés del dinero de los forasteros por nuestros mercados. Los dineros, como las chicas coquetas, se hacen rogar.

Resulta que un vistazo rápido a las quinientas empresas más grandes de América Latina constata —¡oh! ¡oh!— que mucho menos de la mitad de ellas son extranjeras. En 1993 sólo 151 de esas 500 eran extranjeras, lo que significa que 349 de las más grandes empresas de América Latina eran —son— eso que nuestros patriotas llaman «nacionales». En esta era de apertura al capital extranjero, de entreguismo e imperialismo generalizado, resulta que todavía ni la mitad de las empresas que más dinero mueven son provenientes de las costas del enemigo, sino nuestras. ¿Qué quiere decir esto? Primero, que si alguien saquea nuestras riquezas, los principales saqueadores no son las multinacionales extranjeras. Segundo, que al abrirse una economía al capital extranjero también se beneficia, siempre y cuando haya unas condiciones mínimamente atractivas, la inversión local, en un juego de poleas que va sacando del pozo al conjunto del país. No interesa si la empresa es nacional o extranjera: el movimiento general de la economía empuja hacia adelante al país en el que el conjunto de esas compañías, nacionales y extranjeras, opera. Tercero, que nuestro problema es todavía —a pesar de todo— cómo conseguir que más capital extranjero venga para acá, en vez de irse, como se sigue yendo, a otras partes (Asia, por ejemplo). Si a alguien podemos acusar de imperialismo económico es a las propias empresas latinoamericanas que están inundando países de la mismísima Latinoamérica. Un verdadero alud de inversiones de capitales latinoamericanos está recorriendo los diversos países entre Río Grande y Magallanes. Esto es lo que permite que los chilenos manejen fondos de pensiones privados en el Perú, por ejemplo. O que Embotelladora Andina de Chile haya comprado la embotelladora de la Coca-Cola en Río de Janeiro. O que Televisa haya adquirido una estación de televisión en Santiago. Ya no podemos acusar a los países desarrollados de monopolizar la inversión extranjera: nosotros mismos nos hemos vuelto compulsivos inversionistas extranjeros en la América Latina.

Hace unos cinco años nuestro problema no era el capital extranjero sino la falta de capital extranjero. Hoy, hay que lamentar que no haya 100.000 o 200.000 millones de dólares de inversión extranjera. Nuestro problema no es que el quince por ciento del total de las inversiones japonesas en el exterior venga a América Latina, sino que sólo el quince por ciento, y no el cuarenta o cincuenta por ciento, tenga ese destino. A comienzos de los noventa, un quince por ciento de las inversiones extranjeras de capitales españoles hacía las Américas. Lo que debería enfadarnos de la madre patria es que las inversiones no fueran mayores.

Mucho del capital extranjero va a las bolsas de valores y sale pitando en cuanto una crisis le pone los pelos de punta (como la devaluación del peso mexicano a principios de 1995 con su consiguiente «efecto tequila» en países como Argentina, o, ese mismo año, la guerrita entre Perú y Ecuador), Significa que esos dólares aún no tienen en nosotros suficiente confianza, que todavía están metiendo en nuestras aguas sólo la puntita del pie. Al ser esto así, ¿cómo denunciar un expolio? El problema, más bien, es que esas inversiones no se quedan. ¿Que muchos dólares son especulativos? Sí, pero son dólares. Ellos hacen respirar nuestra economía y proveen de fondos a nuestras empresas. De paso, sus efectos macroeconómicos no son poca cosa: compensan en muchos casos nuestras deficitarias balanzas comerciales, ayudando a evitar devaluaciones masivas que podrían disparar la inflación. Y, por último, contagian confianza a otros forasteros con bolsillos llenos.

La inversión extranjera no ha sacado por sí sola a ningún país de la miseria. Mientras no se desarrolle un mercado nacional fuerte, con ahorro e inversión doméstica, dentro de una cultura de libertad, ello no será posible. Pero la inversión extranjera, en este mundo de competencia frenética y de geografías universales, es una de las formas de enganchar con la modernidad. Los progresistas de este mundo quisieran regresarnos a las comunidades autárquicas del Medievo. El progresismo es ciencia ficción hecha política: turismo hacia el pasado.

Nuestra pobreza está estrechamente relacionada con el progresivo deterioro de los términos de intercambio. Es profundamente injusto que tengamos que vender a bajo precio nuestras materias primas y comprar a alto precio los productos industriales y los bienes de equipo fabricados por los países ricos. Es necesario crear un nuevo orden económico más equitativo.

Es injusto también que el cielo se vea azul y que las iguanas sean bichos feos. La diferencia es que las injusticias naturales como éstas no tienen remedio. Sí lo tienen las humanas, a condición de no poner «cara de yo no fui» a cada torpeza cometida por nuestros dirigentes. Ahora resulta que el comercio, en América Latina, es una expresión del vasallaje al que, casi dos siglos después de la independencia, estamos sometidos con respecto a las grandes potencias. Olvidamos que hacia fines del siglo pasado —1880, por ejemplo—, muchas décadas después de la Doctrina Monroe, América Latina tenía una participación en el comercio mundial parecida a la de Estados Unidos. Hasta 1929. muchos años después de algunos merodeos militares norteamericanos por nuestras tierras y de dictada la Enmienda Platt —limitación a la soberanía cubana impuesta por el Congreso norteamericano en 1901—, la cuota de exportación de nuestros países era un diez por ciento del total mundial, cifra nada desdeñable para naciones esclavizadas por la potencia emergente del Norte y por las tradicionales de allende el Atlántico. En esas épocas en que nuestra vulnerabilidad militar y política era bastante mayor frente a las grandes potencias, nuestra capacidad de exportar era, comparativamente hablando, más grande que la actual. El mundo necesitaba nuestros bienes y, en el tráfico comercial del planeta, contábamos para algo. Los beneficios económicos que obteníamos de esas ventas eran considerables porque, al estar altamente valorados nuestros productos a ojos de quienes los compraban, la demanda —y por ende los precios— eran respetables. ¿Qué culpa tienen los países ricos de que desde entonces los productos de la América Latina hayan dejado de ser tan apreciados como lo eran en la primera mitad de este siglo? ¿Qué culpa tiene el imperialismo económico de que en el mercado planetario los productos que ofrecemos tengan menor interés del que tenían, a medida que las necesidades de los compradores cambiaban? ¿O la dignidad de América Latina pasa por condicionar desde el viejo mundo el paladar del resto de la humanidad? En la inmediata posguerra, cuando nació ese organismo con nombre de felino ampliamente citado, y hoy reemplazado por otro, que se llamaba GATT, el grueso del comercio mundial eran las materias primas, de las cuales teníamos bastantes, y manufacturas, que por alguna razón no nos daba la gana producir. Hoy, eso ha cambiado violentamente, a medida que los servicios han hecho su entrada huracanada en nuestras vidas. Ellos ya constituyen la cuarta parte del comercio de todo el mundo y muy pronto constituirán la tercera. En países como Estados Unidos, por ejemplo, los servicios va copan tres cuartas partes de la economía, lo que deja en ridículo cualquier afirmación de que la prosperidad norteamericana está en relación con los términos del intercambio con América Latina. En un mundo donde gobiernan los servicios nuestros productos dejan de ser atractivos cada segundo que pasa. Nuestro lamento, pues, no debe ser que nos compran barato y nos venden caro sino que, si seguimos con mentalidad de holgazanes exportando esencialmente aquellas cosas que la naturaleza pone generosamente en nuestras manos, podríamos llegar a ser totalmente prescindibles como oferentes de bienes en el mercado internacional. La amenaza, estimables idiotas, no es el vasallaje sino la insignificancia.

Debemos dar gracias al cielo porque este tránsito de la economía industrial a la de servicios haya sido relativamente reciente. Ello hizo que durante algunas décadas nuestros productos tradicionales pudieran todavía excitar algunos paladares pudientes, permitiéndonos jugar nuestro pequeño rol en el crecimiento mundial del comercio de la posguerra (el comercio creció diez veces en todo el mundo desde la creación del GATT). El intercambio ha sido uno de los factores responsables de que, entre 1960 y 1982, el ingreso per cápita de los latinoamericanos subiera ciento sesenta y dos por ciento. Si la economía de los servicios hubiera hecho su fantasmagórica aparición algunas décadas antes, probablemente estas cifras, que sin duda no han resuelto nuestra pobreza, serían muy inferiores en lo que respecta a esta región del hemisferio occidental. Lo que sorprende es que regiones donde las materias primas y los productos sempiternos todavía dominan las exportaciones, como Centroamérica, generen por ese lado el equivalente a 7.000 millones de dólares anuales. Liliputienses en comparación con las exportaciones de pequeños gigantes asiáticos con superficies geográficas más pequeñas y menos recursos vomitados por la tierra, estas cifras son altas si se tiene en cuenta lo poco que cuentan realmente en la economía de nuestro tiempo aquellos productos que las hacen posible. Lo que no es serio es pretender, a las puertas del siglo XXI, ser alguien en el mundo con un plátano en la mano y un grano de café en la otra.

Salvo casos muy excepcionales en los que uno de los interlocutores comerciales apuntó el cañón de un revólver a la cabeza del otro, las miserias o fortunas de nuestros países en materia de exportación han dependido esencialmente de nuestra capacidad para producir aquello que otros querían comprar. Es más: en muchos casos la «coacción» la hemos ejercido nosotros contra los países ricos, amurallando nuestras economías dentro de verdaderas ciudadelas arancelarias. Mientras que sus mercados estaban semiabiertos, nosotros cerrábamos los nuestros. Eso permitió, por ejemplo, que en 1990 tuviéramos un superávit comercial de 26.000 millones de dólares en toda la región, es decir una ventaja abismal de las ganancias por exportaciones sobre los egresos por las importaciones. Nadie mandó cañoneras para abrir nuestras paredes de cemento arancelario y evidentemente tampoco se tomaron las represalias con las que hoy, por ejemplo, Washington ataca al Japón en venganza por su déficit comercial. Ni las economías poderosas estaban suficientemente abiertas antes ni lo están ahora, pero en el intercambio comercial no hubo uso de fuerza colonialista, pues América Latina pudo impedir el ingreso de muchas exportaciones de los ricos y hacer que sus propias exportaciones, incluso en una economía internacional que dependía menos de las materias primas, le trajeran algunos miles de millones de dólares.

Veamos por un momento qué ocurre en el intercambio comercial entre nosotros y los odiados Estados Unidos. En 1991, cuando empiezan a abrirse las economías de los países latinoamericanos audazmente a las importaciones —eso que el idiota llama «desarme arancelario»—, nuestras vidas se llenan de esos bienes de consumo de los poderosos que tanto sueño nos quitan. Resulta, sin embargo, que Estados Unidos también recibe muchos productos nuestros. El resultado: ese año América Latina exporta a Estados Unidos por un monto total de 73.000 millones de dólares, mientras que importa por un monto total de 70.000 millones de dólares. ¿Dónde está el imperialismo comercial? ¿Dónde los «injustos términos de intercambio»? Comercialmente hablando, desde 1991 hasta ahora América Latina le saca un provecho comercial al mercado norteamericano similar al que Estados Unidos le saca al mercado latinoamericano. La mitad de las exportaciones latinoamericanas van hacia Estados Unidos. Si ese país quisiera prescindir de nuestras exportaciones podría hacerlo sin demasiado trauma. El efecto para nosotros sería devastador, pues no hemos desarrollado mercados nacionales capaces de sostener el crecimiento de aquellos productos que hoy tienen salida por el tubo de las exportaciones (por insuficientes que éstas sean en comparación con el ideal o con otras regiones del mundo). Cada vez que una regulación norteamericana le pone una zancadilla a la importación de un producto latinoamericano —las flores colombianas, por ejemplo—■, damos alaridos de urracas. Denunciamos los términos de intercambio, pero cuando ese intercambio se ve amenazado nos entra una crisis de histeria. ¿En qué quedamos? ¿Queremos que nos compren nuestros productos o no? Es verdad que desde 1991 Estados Unidos exporta más a América Latina que al Japón. Pero es porque nosotros queremos que sea así, no porque nos hayan puesto una pistola en la sien. Finalmente, los beneficiados de estas importaciones somos nosotros, que adquirimos bienes de consumo a precios más baratos y en muchos casos de mejor calidad. Y Estados Unidos no es, por supuesto, el único país poderoso que nos compra productos y que, a través de ese comercio, desliza dólares hacia nuestras economías. En 1991 nuestras exportaciones a España, país importante de la Unión Europea, subieron un veinte por ciento, mientras que nuestros mercados sólo reciben cuatro por ciento del total de las exportaciones españolas. ¿Quién «explota» a quién? Si no exportásemos a Estados Unidos y España las cantidades que acaban de mencionarse, seríamos mucho más pobres de lo que somos.

Una curiosa tara de nuestros politólogos y economistas les ha impedido ver que la respuesta al deterioro de la importancia de las materias primas es diversificar la economía, ponerse a producir cosas más a tono con una realidad que ha vuelto nuestros productos tradicionales tan obsoletos como los razonamientos de quienes creen que sus bajos precios resultan de una conspiración planetaria. Que esto es posible lo están demostrando países como México. En 1994, el cincuenta y ocho por ciento de las exportaciones mexicanas fueron productos metálicos, maquinarias, piezas de recambio industriales y para automóviles y equipos electrónicos. La empresa petrolera estatal, PEMEX, sólo aporta hoy el doce por ciento del total de las exportaciones mexicanas, cuando hace apenas diez años el petróleo constituía el ochenta por ciento de las exportaciones de ese país. En semejante contexto, ¿quién se atreve a pronunciar, sin que se le trabe la lengua, que el problema de México es la venta de materias primas baratas y la compra de manufacturas caras?

De las diez empresas de Latinoamérica con mayores ventas en 1993, sólo cuatro, es decir menos de la mitad, venden materias primas. El resto tiene que ver con la industria automotriz, el comercio, las telecomunicaciones y la electricidad. En 1994, la primera empresa latinoamericana en ventas no fue una empresa dedicada a las materias primas sino a las telecomunicaciones. La economía latinoamericana, a pesar de ser todavía muy dependiente de las materias primas, se está diversificando. En la medida en que lo hace, supera el problema, no derivado de un complot sino de una realidad mundial cambiante, del deterioro de la materia prima con seductor de mercados.

¿Significa esto que debemos echar las materias primas al océano? No, significa que no debemos depender de ellas. Saquémosles, mientras las tenemos, todo el provecho que podamos. En muchos de nuestros países la incompetencia nos ha impedido hacer un uso suficientemente provechoso de esas materias primas. ¿Cuánto petróleo y cuánto oro están aún por descubrir? Probablemente, mucho. Si hubiéramos esperado menos tiempo para traer inversionistas dispuestos a correr con el riesgo de la explotación tendríamos más petróleo que vender. A este paso uno llega a la conclusión de que el intercambio de materias primas por manufacturas es tan injusto que, encima, necesitamos inversores imperialistas para sacar nuestras materias primas de donde la naturaleza las enterró... Panamá está explorando con ahínco su subsuelo en busca de oro y cobre. La minería constituye hoy el cinco por ciento de su economía y sus autoridades creen que tiene capacidad como para que esa cifra llegue al quince por ciento en el año 2005. ¿Quién es responsable de que hoy la minería sólo signifique el cinco y no el quince por ciento de la economía panameña? Nuestros ilustrados intelectuales y políticos dirán, sin duda: las transnacionales que no ofrecieron a tiempo sus servicios para venir a encontrar el oro y el cobre...

Hay materias primas latinoamericanas que, más que explotadas, son explotadoras de los ricos. El petróleo, por ejemplo, ha sido a lo largo de muchas décadas, un bien muy preciado que se hallaba en grandes volúmenes en algunos países de América Latina. Esos países, junto con otros cuantos, forman parte de un cartel internacional llamado OPEP (Organización de Países Exportadores de Petróleo) que un buen día, en 1973, decidió subir astronómicamente sus precios y poner de rodillas a los poderosos cuyas industrias necesitaban esta fuente de energía. Un país como Venezuela ha sido tan explotado en los precios de su materia prima petrolífera que entre los años setenta y los años noventa recibió la «insignificante» cifra de ¡doscientos cincuenta mil millones de dólares! ¿Qué hizo con ese dinero? Lo que hizo es mucho más responsable de la pobreza venezolana que los precios que pagó el mundo por el petróleo de la Venezuela Saudita durante esos veinte años.

Otra manera de escapar a las garras de la civilización imperialista es que los países latinoamericanos comercien entre, ellos mismos. En 1994, por ejemplo, casi la tercera parte de las exportaciones argentinas fueron a parar en Brasil, su socio de ese mercado común con aire a mala palabra: Mercosur. Una tercera parte de los productos farmacéuticos que se compran en Brasil, por un monto de cinco mil millones de dólares (ya se sabe que en Brasil la farmacia es casi tan popular como la iglesia), son fabricados por compañías de América Latina. Varios países de la región han puesto en marcha un vasto proyecto de interconexión para el intercambio de gas natural, red que valdrá muchos miles de millones de dólares en cuanto sea realidad. ¿Alguien está amenazando con invadir territorios al sur de Río Grande por todo esto? ¿Alguien está decretando manu militari los precios de estos intercambios desde Tokio, Berlín o Washington?

Tan libre es América Latina de impedir la entrada de productos provenientes de las costas infames de la prosperidad que ya está empezando, una vez más, a hacerlo. El proceso, lento pero amenazante, viene dictado por la idea falaz de que buena parte de nuestra incapacidad para crear rápidamente economías locales prósperas es el ingreso demasiado voluminoso de importaciones que generan desequilibrios comerciales. México, tras la crisis financiera de enero de 1995, subió aranceles de inmediato. Argentina, afectada por el «tequilazo», hizo lo propio y su gobierno propuso que los países del Mercosur subieran los aranceles de los productos que vienen de fuera del perímetro de esa asociación de países. Muchas trabas pone todavía América Latina —sin que nadie se lo impida— al comercio exterior, incluso en aquellos lugares donde los aranceles han bajado, pues muchas regulaciones abiertas o embozadas encarecen los precios de los productos que ingresan (para no hablar de los propios aranceles, que, a pesar de ser más bajos que antaño, siguen siendo un castigo al consumidor). La psicosis creada por la devaluación traumática del peso mexicano ha puesto a los déficit comerciales de muchos de los países latinoamericanos en el primer lugar de la lista de enemigos. Pero hay un ligero problema: la crisis mexicana no fue creada por ese déficit. Más bien, por la combinación de la desconfianza política fruto del sistema allí imperante y la caprichosa fijación del peso mexicano a niveles que ya no estaban justificados por la realidad del mercado. Los déficit comerciales no son, de por sí, una mala cosa. Significan que se importa más de lo que se exporta, y las importaciones benefician a los consumidores. Los déficit pueden presionar a las monedas si no hay otras fuentes de ingresos de dólares que compensen los efectos de los desequilibrios comerciales sobre las balanzas de pagos. En ese caso, si se quiere evitar males mayores, lo mejor es dejar que la moneda refleje el precio real. Para equilibrar la balanza comercial la solución no es castigar a los consumidores sino exportar más.

Si algún reproche se puede hacer a los países ricos no es que nos imponen injustos términos de intercambio. Más bien, que todavía no abren sus economías bastante, que aún ponen diques al ingreso de muchos de nuestros productos. A los 24 países más ricos del mundo, por ejemplo, les cuesta doscientos cincuenta mil millones de dólares al año proteger a sus agricultores de la competencia. Este tipo de burrada es la que debería ser denunciada sin cesar por nuestros charlatanes políticos. El daño que hacen los ricos a los pobres, en el panorama de la economía mundial, es que no se atreven a dejarnos competir dentro de sus mercados en igualdad de condiciones. Lo demás —términos de intercambio como precios de materias primas de ida y manufacturas de venida— pertenece a la genialidad de nuestros idiotas y al paleolítico ideológico en el que aún viven.

Nuestra pobreza terminará cuando hayamos puesto fin a las diferencias económicas que caracterizan a nuestras sociedades.

Lo único que tiene algún sentido en este axioma es que en nuestros países hay pobreza y diferencias económicas. No existe una sola sociedad sin diferencias económicas, y mucho menos en los países que han hecho suyas las políticas de igualdad predicadas por los marxistas. Tenemos sociedades muy pobres. No son las más pobres del mundo, desde luego. Nuestro ingreso por habitante es cinco veces mayor que el de los pobladores de Asia meridional y seis veces mayor que el de los bípedos del África negra. Aun así, una mitad de nuestros habitantes están sumergidos bajo eso que la jerga económica, apelando a la geometría para referirse a los asuntos de estómago, llama la «línea de la pobreza». Tampoco es falso que hay desigualdades económicas. No es difícil, en las calles de Lima o de Río de Janeiro, cruzar, en el recorrido de unos pocos metros, de la opulencia a la indigencia. Hay ciudades latinoamericanas que son verdaderos monumentos al contraste económico.

Aquí terminan las neuronas del que pronunció la memorable frase que preside estas líneas. En cuanto al resto, la lógica es apabullante: no habrá pobreza cuando no haya diferencias... ¿Significa esto que cuando todos sean pobres no habrá pobreza? Porque todos los gobiernos que se han propuesto eliminar la pobreza a través del método de eliminar las diferencias han conseguido, efectivamente, reducir mucho las diferencias, pero no porque todos se hayan vuelto ricos sino porque casi todos se han vuelto pobres. No se han vuelto todos pobres, por supuesto, porque la casta de poder que dirige estas políticas socialistas siempre se vuelve rica ella misma. En América Latina podemos dictar cátedra a este respecto. En la memoria reciente está, por ejemplo, la experiencia sandinista de Nicaragua. Los muchachos de verde olivo que se propusieron obliterar la pobreza acabando, para lograr semejante propósito, con las diferencias, ¿qué consiguieron? Una caída del salario general del noventa por ciento. Los autores de esta proeza, no faltaba más, se salvaron de la sociedad sin clases: todos echaron mano a opulentas propiedades y amasaron envidiables patrimonios. El ingenio popular bautizó el saqueo con este nombre irónico: «la piñata». En el Perú, Alan García se propuso hacer algo parecido. El resultado: mientras los patrimonios de los gobernantes se inflaron en las cuentas de los paraísos fiscales del mundo entero, el dinero de los peruanos se hizo polvo. Así, quien tenía cien intis al comienzo del gobierno de Alan García en el banco, tenía apenas dos intis al finalizar su mandato. La Bolivia de Siles Suazo, menos rapaz que la sandinista o la de García en el Perú, convirtió la actividad bancaria en un circo: para sacar pequeñas sumas de dinero del banco había que presentarse en las dependencias financieras con sacos de papas, pues era imposible cargar en las manos y los bolsillos todos los billetes necesarios para gastos de poca monta. La lista es aún más grande pero ésta basta para demostrar que la historia reciente de América Latina ha comprobado al detalle lo que puede lograr un gobierno que se propone quebrar el espinazo a los ricos para enderezar el de los pobres.

Para empezar, el rico en nuestros países es el gobierno o, más exactamente, el Estado. Mientras más ricos nuestros gobiernos, mayor la incapacidad para crear sociedades donde la riqueza se extienda a muchos ciudadanos. Se registran casos fabulosos como el de la riqueza conseguida por el petróleo venezolano: doscientos cincuenta mil millones de dólares en veinte años. Eso sí que es riqueza. Ninguna empresa privada latinoamericana ha generado semejante fortuna en la historia republicana. ¿Qué fue de este chorro de prosperidad controlado por un gobierno que decía actuar en beneficio de los pobres? Hay más casos: la Cuba de la justicia social, cuyo gobierno se propuso desterrar la miseria de una vez por todas de la isla caribeña, expropiando a los ricos para vengar a los pobres, recibió un subsidio soviético de gobierno a gobierno a lo largo de tres décadas por un total de cien mil millones de dólares. En Cuba, por tanto, el rico ha sido el gobierno. ¿Han visto los cubanos mejorar sus condiciones de vida gracias a estos dineros que su gobierno recibió en nombre de ellos? La ineptitud revolucionaria ha hecho que incluso la riqueza de los ricos gobernantes se reduzca tanto que sólo la camarilla más íntima del poder puede ostentar fortuna monetaria. En Brasil, la mayor empresa no es privada sino pública, como no podía ser de otra manera en la tierra donde Getulio Vargas infundió la idea de que el gobierno era el motor de la riqueza. ¿Están los sertones o los famélicos niños de las favelas de Río al tanto de los dineros que genera para ellos Petrobrás? ¿Cuánto del volumen que representan las 147 empresas públicas brasileñas les es accesible? En el México de la revolución que acabó con el entreguismo de Porfirio Díaz, la empresa petrolera, la principal del país, tiene un patrimonio neto de treinta y cinco mil millones de dólares y unas utilidades anuales de casi mil millones de dólares. ¿Han visto los mexicanos de Chiapas un ápice de ese tesoro?

El más rico de todos, el gobierno, dedica sus dineros a todo menos a los pobres (salvo en épocas electorales). Los dedica a pagar clientelas políticas, a inflar las cuentas de la corrupción, a financiar inflación y a gastos estúpidos como armamento. El Tercer Mundo —concepto más propio de Steven Spielberg que de la realidad política y económica mundial— gasta en armamento cuatro veces toda la inversión extranjera en América Latina. De ese gasto un importante porcentaje sale de las haciendas públicas de nuestra región. Los gobiernos que se dicen defensores de los pobres se hacen ricos y gastan aquello que no roban en cosas que no redundan jamás en beneficio de los pobres. Una cantidad pequeña de esos dineros va dirigida a ellos, a veces, en forma de asistencialismo y subsidio. La inflación que resulta del gasto público siempre neutraliza los beneficios, porque los fondos no son de proveniencia divina o mágica.

Los ejemplos de políticas defensoras de los pobres en América Latina no son suficientes todavía para impedir que la travesura socialista cunda por el continente. Un país cuya democracia es un ejemplo para las Américas —Costa Rica— está viendo a mediados de los noventa cómo su gobierno socialdemócrata ha aumentado el gasto público en dieciocho por ciento. El resultado: inflación y estancamiento económico. Una política cargada de buenas intenciones —ayudar a los desamparados— está logrando exactamente lo contrario: hacer que los pobres sean más pobres. Como siempre en un clima de esta índole, el mejor defendido contra la crisis económica atizada por un gobierno amigo que se dice socio de los pobres es el rico.

La experiencia enseña que lo mejor para ayudar a los pobres es no tratar de defenderlos. Ninguna tara genética impide que nuestros pobres dejen de serlo. Es más: cuando los latinoamericanos han tenido oportunidad de crear riqueza dentro de unas sociedades donde ello estaba permitido, lo han hecho. En varios países —México, República Dominicana, el Perú, El Salvador, por nombrar sólo algunos— una

fuente esencial de divisas son las remesas de los parientes de los pobres que viven en el extranjero. La mayoría de esos parientes no salieron a buscarse la vida cargando chequeras en los bolsillos. En poco tiempo consiguieron abrirse camino en el extranjero, algunos muy exitosamente, otros menos exitosamente, pero con suficiente fortuna como para dar una mano a los que quedaron atrás. El ejemplo latinoamericano más notable de exilio exitoso es el de los cubanos. Después de algunos años de destierro, los cubanos de Estados Unidos —unos dos millones, contando a la segunda generación— producen treinta mil millones de dólares en bienes y servicios, mientras que los diez millones de cubanos que están dentro de la Isla producen al año sólo una tercera parte de este monto. ¿Hay defectos biológicos en los cubanos de la Isla que les impiden generar tanta riqueza como la que generan los que están fuera? ¿Algún defecto craneano? A menos que algún frenólogo pruebe lo contrario, no hay ninguna diferencia entre el cráneo de los de adentro y el cráneo de los de afuera. Hay, sencillamente, un clima institucional distinto. Empieza a cundir cierto entusiasmo por la excitación de nuestras bolsas de valores y la mejora de nuestras cifras macroeconómicas. América Latina, en embargo, está lejos de romper la camisa de fuerza de la pobreza, entre otras cosas porque aún no invierte ni ahorra lo suficiente. En 1993 la inversión en estas tierras infelices sumó un dieciocho por ciento del PIB. En los países asiáticos «en vías de desarrollo» —otra perla del arcano idioma que hablan los burócratas de la economía internacional— la cifra es treinta por ciento. No es la primera vez en la historia de este siglo que nuestras economías crecen. Ya lo hicieron antes, y no por ello la pobreza menguó significativamente. Entre 1935 y 1953, por ejemplo, crecimos un respetable cuatro y medio por ciento, y entre 1945 y 1955 un cinco por ciento. Nada de ello significó el acceso de los pobres a la aventura de la creación de riqueza ni la implantación de instituciones libres que cautelaran los derechos de propiedad y la santidad de los contratos, o redujeran los costos de hacer empresa y facilitaran la competencia y la eliminación de privilegios monopólicos, indispensables factores de una economía de mercado.

Cuando en nuestros países haya un clima institucional propicio para la empresa, seductor de las inversiones, estimulante para el ahorro, donde el éxito no sea el de quienes merodean como moscas en torno al gobierno para conseguir monopolios (la mayoría de las privatizaciones latinoamericanas son concesiones monopólicas con previo pago de coimas), los pobres irán dejando de ser pobres. Eso no significa que los ricos dejarán de ser ricos. En una sociedad libre la riqueza no se mide en términos relativos sino absolutos, y no colectivos sino individuales. De nada serviría distribuir entre los pobres, en cada uno de nuestros países, el patrimonio de los ricos. Las sumas que le tocarían a cada uno serían pequeñas y, por supuesto, no garantizarían una subsistencia futura, pues el reparto habría dado cuenta definitiva del patrimonio existente. Si en México repartiésemos los doce mil millones de dólares de patrimonio que se le calculan a Telmex, la empresa de telecomunicaciones, entre los noventa millones de mexicanos, a cada uno le correspondería la monumental cifra de... ¡133 dólares! A los mexicanos les conviene más que la mencionada empresa siga empleando a sesenta y tres mil personas y generando jugosas utilidades de tres mil millones de dólares al año, lo que la mantendrá en constante actividad y expansión.

La cultura de la envidia cree que quitándoles sus yates a los señores Azcárraga (México) y Cisneros (Venezuela), o sus jets a los grupos Bunge y Born (Argentina), Bradesco (Brasil) y Luksic (Chile), América Latina sería un mundo más justo. A lo mejor los peces de las aguas en las que navegan Azcárraga y Cisneros, o las nubes que surcan los aviones de Lázaro de Mello Brandao o de Octavio Caraballo apreciarían un poco menos de intromisión de estos forasteros. A lo mejor nuestros idiotas dormirían más a gusto y se frotarían las manos y una exultante sensación de desquite les pondría la adrenalina en marcha, pero de esto no puede caber la menor duda: la pobreza de América Latina no se vería aliviada un ápice. La filosofía del revanchismo económico —eso que Von Mises llamó «el complejo de Fourier»— debe más al resentimiento con la condición propia que a la idea de que la justicia es una ley natural de consolación implacablemente dirigida contra los ricos en beneficio de los que no lo son. No hay duda de que nuestros ricos, con pocas excepciones, son más bien incultos y ostentosos, vulgares y prepotentes. ¿Y qué? La justicia social no es un código de conducta, un internado británico con matronas que dan palmas en la mano a los que se portan mal. Es un sistema, una suma de instituciones surgidas de la cultura de la libertad. Mientras no exista esa cultura entre nosotros, será un club de socios exclusivos. Pero para abrir las puertas de ese club no hace falta cerrar el club sino cambiar las reglas del juego.

Lo extraño del capitalismo es que en las desigualdades radica la clave de su éxito, aquello que lo hace de lejos el mejor sistema económico. Mejor: más justo, más equitativo. ¿Qué incentivo puede tener un cubano para producir más si sabe que nunca podrá tener derecho a la propiedad privada de los medios de producción ni al usufructo de su esfuerzo, que será eternamente oveja de un rebaño indiferenciable detrás de un jerifalte despótico? Si el incentivo de la desigualdad desaparece, desaparece también el producto total, la riqueza en su conjunto, y lo que queda para distribuir es por tanto más exiguo.

La clave del capitalismo está en que el capital crezca por encima del crecimiento de la población. Con el tiempo, lo que parecía un lujo de pocos se vuelve de uso masivo. ¿Cuántos dominicanos que se consideran pobres tienen hoy una radio e incluso un televisor? Para un pobre de la Edad Media esa radio y ese televisor eran un lujo inconcebible, pues ni siquiera los había inventado la humanidad. El capitalismo masifica, tarde o temprano, los objetos que en un principio ostentan los ricos. Eso no es consuelo para paliar los terribles efectos de la pobreza: es simplemente una demostración de que el capitalismo más restringido, al enriquecer a los menos, enriquece también, aunque sea muy levemente, a los más. El capitalismo más libre, aquel que se produce bajo el imperio de una ley igual para todos, hace esto mismo multiplicado por cien.

Ese capitalismo libre es el que no acepta la existencia de oligarquías cobijadas por el poder. Aunque la palabra «oligarquía» tiene lugar de privilegio en el diccionario del perfecto idiota latinoamericano, no es una invención suya sino un término que viene de la antigüedad, ya los filósofos griegos lo usaron. Sí, hay oligarquías en América Latina. Ya no son las oligarquías de los terratenientes y los hacendados de antaño. Más bien oligarquías de grupos que han prosperado al amparo de la protección del poder, en la industria y el comercio. Para acabar con esas oligarquías no hay que acabar con sus manifestaciones exteriores —con su dinero— sino con el sistema que las hizo posibles. Si, enfrentados a la mayoría de edad y emancipados de la tutela estatal, esos grupos siguen engordando las chequeras... ¡que vivan los ricos!

Nuestra pobreza también tiene otra explicación: la deuda externa que estrangula las economías de países latinoamericanos en beneficio de los intereses usurarios de la gran banca internacional.

La deuda externa importa un comino. La mejor demostración de que la deuda externa no tiene la menor importancia es que hoy nadie que tenga un mínimo de cacumen al hablar de economía se ocupa de ella, a pesar de que el monto regional de esa deuda es mayor que el de años recientes, cuando la milonga política continental no tenía más tema que ése: unos quinientos cincuenta mil millones de dólares. Hasta hace poco nada erotizaba tanto a nuestros políticos, nada llenaba de tantas babas pavlovianas las fauces de nuestros intelectuales como la deuda externa.

La deuda no es otra cosa que el resultado de la mendicidad latinoamericana ante bancos y gobiernos extranjeros a partir de los años sesenta y, con una intensidad poco coherente con nuestro tradicional culto a la «dignidad», a lo largo de los setenta. La deuda total de América Latina pasó de veintinueve mil millones de dólares en 1969 a cuatrocientos cincuenta mil millones en 1991, a medida que desde México hasta la Patagonia el hemisferio se volvía un zoológico de elefantes blancos que no entrañaron ningún beneficio a los ciudadanos en cuyo nombre se emprendieron las faraónicas obras públicas. Los bancos, cuya existencia se justificaba a través de los intereses que cobran a quienes les prestan dinero, y desbordados de dólares que querían colocar donde pudieran, aceitaron gozosamente nuestra maquinaria pública. ¿Puede culparse a los bancos de habernos dado los recursos que nuestra mano suplicante pedía? Imaginemos que la comunidad internacional no nos hubiera otorgado los préstamos. ¿Qué se hubiera dicho entonces? En vez de «banca usurera» se hubiera hablado de «banca racista», o «banca tacaña», o «banca hambreadora». La banca sólo dio lo que le pidieron, no lo que cañoneras imperialistas obligaron a nuestros gobiernos a aceptar. A la distancia, sin embargo, no hay duda de que América Latina se habría ahorrado mucho estatismo si el mundo hubiera sido menos aquiescente con nuestra voracidad prestataria. El gran deudor latinoamericano no es el empresario privado sino el gobierno. No hay, en América Latina, ningún caso en que menos de la mitad de la deuda externa sea del Estado.

¿Que los intereses eran altos? Los intereses son como la marea o los ascensores: a veces suben, a veces bajan. Si se pactan deudas con intereses que no son fijos, nadie puede fusilar al banquero que sube los intereses un buen día porque el mercado así lo determina y que, por consiguiente, cobra a los deudores un precio más alto del original. Cuando a comienzos de los ochenta Estados Unidos, que había decidido combatir la inflación, subió sus tasas de interés, ello afectó a América Latina. ¿Fue la decisión de combatir la inflación tomada por la administración Reagan una conspiración maquiavélica para que, de carambola, la deuda de los países latinoamericanos se viera más abultada de lo que ya estaba? Lo real-maravilloso de América Latina es que hay una legión de seres capaces de creer en esto.

Si fue así, el imperialismo recibió su merecido. En 1982 un memorando salía de México rumbo a Washington con un mensaje sencillo: no podemos seguir pagando la deuda. Lo que vino después ya se sabe: un cataclismo financiero. En el escueto párrafo de un trozo de papel oficial quedó para siempre vengada la sufrida historia de América Latina. La consecuencia no fue un castigo medieval para el prestatario que se declaró incapaz de seguir pagando, sino la crisis general del sistema financiero mundial. Y ésta es otra de las características del soporífero asunto de la deuda externa latinoamericana: que los países pueden dejar de pagar cuando les dé la gana sin que ninguna represalia importante se cierna sobre ellos, salvo dificultades para nuevos préstamos (¡No faltaba más!). De los primeros diez bancos norteamericanos, nueve estuvieron a punto de caer en la insolvencia gracias al ucase mexicano y nadie tomó represalias contra el catalizador de la crisis. La deuda, pues, se reveló como un arma de doble filo: por un lado, amenaza a la economía latinoamericana, pues la obliga a destinar recursos hacia los prestamistas; por el otro, tiene en suspenso a los acreedores, parte de cuya solvencia depende de la ficción de que la deuda algún día se pagará del todo. En materia de deuda, la regla de oro es no declarar nunca que no se pagará aunque se deje de hacerlo. El mundo de las finanzas internacionales es un trabalenguas: la banca mundial es un club de bobos que le prestan a uno para que uno les pague deudas pendientes y en el futuro le vuelven a uno a prestar para que uno pague la deuda que contrajo para pagar la anterior.

La deuda de América Latina viene acompañada de un seguro de impunidad contra los países de la región. Cada vez que se acumulan los atrasos, especialmente ahora que hay crecimiento económico, los bancos muestran tolerancia. Entre 1991 y 1992 se acumularon veinticinco mil millones de dólares de atrasos. ¿Alguien recuerda que un solo banco o gobierno haya chistado por ello? Al contrario, mientras esto ocurría, Estados Unidos condonaba más del noventa por ciento de la deuda bilateral de Guyana, Honduras y Nicaragua, setenta por ciento de la de Haití y Bolivia, veinticinco por ciento de la ¿e Jamaica y cuatro por ciento de la de Chile.

En cuanto a la deuda comercial, con un poquito de imaginación —la premisa es optimista— y algo de espíritu lúdico se puede modelar la estructura de dicha deuda como la arcilla. El primer país que puso a funcionar los sesos fue Bolivia, que en 1987, habiendo reducido la inflación, pidió dinero para comprar toda su deuda comercial al once por ciento del valor. Así, sin alharaca ni soflamas guturales, como por arte de prestidigitación, redujo el monto de su deuda de mil quinientos millones de dólares a doscientos cincuenta y nueve millones. Luego vino México, ya bajo el embrujo del plan Brady. En febrero de 1990, sin demasiado tesón persuasivo, convenció a los buenotes banqueros comerciales de que convirtieran la deuda en bonos vendibles y con garantía. ¿Dónde estaba el truco? Muy fácil: esos bonos estaban al sesenta y cinco por ciento del valor de los papeles de la deuda. A otro grupo de banqueros los convenció de cambiar la deuda por bonos garantizados con un rendimiento de seis y medio por ciento. De un porrazo, con números en vez de insultos, México dio un sablazo certero a lo que debía. Desde entonces, buena parte de los países latinoamericanos han «reestructurado» sus deudas —palabreja que simplemente significa que los tiranos de la banca mundial perdonan un porcentaje gigantesco de sus deudas a estos países a cambio de que la deuda restante siga siendo pagada a plazos mutuamente convenidos, lo que, en un contexto de políticas económicas mínimamente sensatas, no es complicado. En 1994, por ejemplo, Brasil rehizo su cronograma y su estructura de pagos por cincuenta y dos mil millones de dólares, logrando que cuatro mil millones de dólares de capital y cuatro mil millones de intereses se fuesen al baúl del olvido. Recientemente, Ecuador, pobre víctima de la usura universal, logró, mediante el expediente de reconversión de la deuda y el simple intercambio de sonrisas con sus acreedores, una reducción de cuarenta y cinco por ciento del capital de la deuda. En el primer cuarto de1995, Panamá estaba a punto de conseguir un acuerdo semejante. Reducir la deuda con los bancos comerciales resulta más fácil que birlarle la billetera al desprevenido turista que pone los pies en el aeropuerto Jorge Chávez.

La deuda es tan poco importante como tema de discusión entre la comunidad internacional y América Latina que los papeles de esa deuda se están revalorizando en el mercado secundario. Esto, en castellano, significa simplemente que el mundo cree que la buena marcha macroeconómica de los países latinoamericanos permite confiar en que seguirán haciéndose en el futuro los pagos parciales, pues los países tendrán solvencia para ello. Por lo demás, la novedad hoy está en que mucha de la deuda fresca es de empresas privadas que ofrecen acciones o bonos en las bolsas internacionales. El mundo vuelve a aceptar la ficción de que la deuda se pagará alguna vez. Y ya se sabe: como el mundo financiero es un universo de expectativas tanto o más que de realidades, la clave no está en que se pague sino en que se crea que se va a pagar, en la simple ilusión de que ello es posible. Sólo hace falta, en el caso de la deuda comercial, sentarse a meterle el dedo en la boca al acreedor de marras, y, en el de la deuda de gobierno a gobierno, estrechar la mano a una serie de burócratas reunidos bajo el nombre aristocrático del Club de París, cosa que varios países ya han hecho.

Si la deuda externa de América Latina estrangulara las economías del continente, no sería posible para muchos de estos países tener reservas de miles de millones de dólares, como hoy las tienen, ni, por supuesto, atraer esos capitales con nombre de ave —los capitales golondrina— que vienen a las bolsas latinoamericanas a ganar estupendos y veloces beneficios en acciones de empresas nacionales cuyo rendimiento vomita semejantes réditos.

No hay duda de que el pago de la deuda es una carga. Para Bolivia significa destinar un poco más del veinte por ciento de los dólares que consigue con sus exportaciones. Para Brasil el veintiséis por ciento. Nada de esto es grato. Pero, inevitable consecuencia de la irresponsabilidad de

nuestros gobiernos, esos pagos se pueden escalonar de acuerdo con las posibilidades de cada país. Por lo demás, una relación normal con la comunidad financiera permite que un país como México consiga, a comienzos de 1995, una astronómica ayuda internacional para rescatarlo de su propia ineptitud, y que Argentina, previendo el «efecto tequila», se proteja con créditos venidos del imperialismo.

Durante algunos años la deuda externa fue la gran excusa, el lavado de conciencia perfecto para la culpa latinoamericana. El expediente era tan atractivo que nuestros políticos —Fidel Castro, Alan García— juraban en público que no pagarían y por lo bajo seguían pagando. Alan García, príncipe de la demagogia, volvió famoso el estribillo del «diez por ciento» (en referencia a que no pagaría más del diez por ciento del monto total de los ingresos por exportaciones) y acabó pagando más que su predecesor, Belaúnde Terry, quien nunca objetó en público sus obligaciones con la banca y sin embargo redujo sustancial-mente los pagos. Fidel Castro, por su parte, veterano adalid de las causas antioccidentales, intentó formar el club de deudores, suerte de sindicato de insolventes, para enfrentarse a los poderosos y renunciar a pagar. Poco después se supo que era uno de los más puntuales pagadores de su deuda con la banca capitalista, por lo menos hasta 1986, fecha en que se declaró en bancarrota y dejó de cumplir con sus obligaciones. Habría que sugerir a los banqueros que traten de identificar, en la fauna política del continente, a aquellos especimenes que más braman contra la banca usurera y contra la deuda externa, pues ésos serán sin la menor duda sus más ejemplares clientes.

Las exigencias del Fondo Monetario Internacional están sumiendo a nuestros pueblos en la pobreza.

La fonditis es, como el Ebola, un virus que causa hemorragia y diarrea. La hemorragia y la diarrea que causa la fonditis, menos indignas que las causadas por el otro, son verbales. Este particular virus ataca el cerebro. Sus víctimas, que se cuentan por miles en tierras de América Latina, producen torrentes de palabras día y noche, vociferando contra el enemigo común de las naciones latinoamericanas y del sub-desarrollo en general, al que identifican bajo la forma del Fondo Monetario Internacional. Pierden muchas horas de sueño, echan espuma por las narices y humo por las orejas, obsesionados con esa criatura que viviría sólo para quitarle de los labios el último mendrugo de pan al enclenque muchacho de los barrios marginales. Marchas, manifiestos, proclamas, golpes de Estado, contragolpes... ¡cuántas jeremiadas políticas han rendido el homenaje del odio al Fondo Monetario Internacional! Para los «progresistas», esta institución se convirtió, en los ochenta, en lo que fue la United Fruit un par de décadas antes: el buque insignia del imperialismo. No sólo la pobreza: también los terremotos, las inundaciones, los ciclones, son hijos de la premeditación fondomonetarista, una conspiración glacial y perfecta del gerente general de dicha institución. ¿A alguna desgracia es ajeno el FMI? Quizás a alguna derrota sudamericana en una final de la Copa Mundial de Fútbol. Pero no podría uno poner las manos en el fuego.

Este monstruo devorador de países pobres, ¿qué es exactamente? ¿Un ejército? ¿Un extraterrestre? ¿Un íncubo? ¿De dónde sale su capacidad para infligir hambre, enfermedad y desamparo a los miserables de las Américas? En realidad es bastante triste comprobar lo que el Fondo Monetario es realmente. Lejos de la magnífica mitología que se ha tejido a su alrededor, se trata simplemente de una institución financiera creada en la incertidumbre de la inmediata segunda posguerra, durante los acuerdos de Bretton Woods, cuando el mundo se arrancaba los pelos tratando de resolver el problema de ayudarse a sí mismo a salir del pozo económico en que tanta desgracia bélica lo había sumido. La idea era que este organismo funcionara como un canal de los fondos recibidos hacia un destino determinado según las necesidades monetarias. Con el tiempo, el FMI fue dedicando el grueso de sus dineros a países hoy conocidos como subdesarrollados —fon-

dos que no salían del magín de algún voluntarista filantrópico sino de los gigantes económicos—. América Latina se convirtió en una de las zonas en las que el FMI intentaría aliviar los problemas de financiamiento de algunos gobiernos.

¿Estaban los gobiernos obligados a aceptar al FMI? No. ¿Impedir el ingreso de las tropas fondomonetaristas a nuestros países era tarea imposible y heroica? Tan imposible y tan heroica que bastaba con no hacer nada. No había más que no solicitar ayuda y, si ésta era ofrecida, darle el portazo en la nariz. De hecho, muchos de nuestros gobiernos lo hicieron. Es más: algunos firmaban cartas de intención con este organismo y luego se sentaban en lo acordado.

Ciertos gobiernos han acudido al Fondo Monetario. Al hacerlo, el FMI pone algunas condiciones —en verdad negociadas con el país solicitante— de política macroeconómica. Esta dinámica —yo te doy pero me gustaría que adoptes determinadas medidas para que esta ayuda tenga sentido— es el resultado de una decisión tomada por los países donantes: que el FMI condicione la mano que les da a ciertos gobiernos a un poco de rigor en la administración de la hacienda pública. Nadie tiene una pistola en la sien para aceptar las condiciones. Lo que tampoco se tiene es el derecho de apropiarse de fondos ajenos, y esto suelen olvidarlo nuestros patriotas que braman contra el frío —y por lo demás bastante carente de sex-appeal— señor Camdessus, gerente general del FMI. Nuestros ladridos contra el Fondo son simplemente porque esta institución no regala los dólares (que ni siquiera son suyos).

El no aceptar al Fondo Monetario como interlocutor en muchos casos ha enemistado al país desafiante con el resto de las instituciones financieras y con algunos de los principales gobiernos donantes de ayuda extranjera. ¿Tiene esto algo de anormal? Los gobiernos y los bancos, que no están forzados por ninguna ley natural o humana a ejercer el asistencialismo y mucho menos la caridad, prefieren algún tipo de garantía, sobre todo después de los efectos cataclísmicos de la crisis de la deuda a comienzos de los ochenta. Por tanto, aunque siempre está en manos del país decidir si quiere o no contar con el empujoncito fondomonetarista para salir del marasmo, puede pagar las consecuencias de incumplir acuerdos con el Fondo en la medida en que encuentra oídos un poco más cerrados en otros organismos financieros. Alan García, en el Perú, lo comprobó (y no fue el único).

¿Es el Fondo Monetario Internacional la solución de América Latina? Quien crea esto merece un lugar de privilegio en el escalafón de los idiotas. Un simple mecanismo para desahogar las cuentas del Estado, a cambio del cual se pide un poco de restricción en los gastos fiscales para contener la inflación, no va a crear sociedades pujantes donde la riqueza florezca como la primavera. Es más: adoptar ciertas medidas de disciplina fiscal sin abrir y desregular las economías trasnochadas es lo que ha contribuido tanto a asociar al liberalismo con el Fondo Monetario Internacional en estos últimos años y, de paso, a establecer la ecuación según la cual, a más FMI, más pobreza. Gracias a todo esto la historia del Fondo Monetario Internacional es la historia de cómo el hombre más gris -—su gerente general— se ha convertido también en el más odiado.

El Fondo Monetario no es la receta de la prosperidad ni el pasaporte al éxito. Atribuirle estas falsas características es una manera de ahondar el odio contra el organismo, pues nunca una política macroeconómica ligada a las matemáticas fiscales del FMI será suficiente para resolver el asunto de la pobreza. Esas soluciones no están en los maletines de los estirados y encorbatados funcionarios del FMI, que no habían nacido cuando hacía rato que existían las razones de nuestro fracaso republicano. Sólo pueden hacer el milagro las instituciones del país en cuestión.

Nuestros países nunca serán libres mientras Estados Unidos tenga participación en nuestras economías.

Los peruanos llaman amor serrano a esa relación tortuosa entre marido y mujer en la que, a más golpes, más se quiere a la pareja. La mayor prueba de amor es una bofetada, una llave de judo o un cabezazo. Nada es más excitante, sentimental o carnalmente, que la paliza. Entre los latinoamericanos y Estados Unidos hay amor serrano. Como vimos anteriormente, nadie definió mejor que el uruguayo José Enrique Rodó la relación entre América Latina y Estados Unidos vista desde la primera: nordomanía. Se refería a la fascinación enfermiza por todo lo norteamericano. Fascinación a un tiempo sana y envidiosa, tan beata en el fondo como biliosa en la forma. Todos tenemos un gringo dentro y todos queremos a un gringo cogido por el pescuezo. A lo largo de este siglo, los latinoamericanos nos hemos definido siempre de cara a Estados Unidos. No son carcajadas sino admiración lo que Fidel Castro causa cuando, sin que le tiemble la barba, denuncia bombardeos de microbios provenientes de laboratorios norteamericanos destinados contra su país —el último fue el que, según el comandante, provocó la epidemia de neuritis óptica en la isla—. Todos tenemos a un yanqui al acecho debajo de la cama. Echados en el diván, lo que aflora desde el subconsciente, antes que las íntimas vergüenzas del pasado, es una estrellada banderita roja, blanca y azul.

Las peores maldades yanquis han sido, por supuesto, militares. Lo único que nuestros patriotas olvidan añadir es que las torpezas y derrotas del intervencionismo estadounidense han sido probablemente más significativas que sus victorias. Nunca pudo derrumbar a Fidel Castro o al sandinismo, tuvo que soportar a Perón y hubieron de pasar tres años de crímenes de Cedras, Francois y Constant para que finalmente las tropas desembarcaran en Haití, verdadera potencia nuclear del hemisferio, y enfrentaran allí los peligros de una resistencia robusta y altamente sofisticada para poner al presidente Arístides en la silla del poder. También se atribuye a Estados Unidos perversiones económicas. Somos una colonia económica de Estados Unidos, pontifican —desde las universidades norteamericanas donde dictan cátedra o desde centros de estudios financiados por fundaciones gringas— nuestros redentores patrios. El vasallaje infligido por los norteamericanos sobre los latinos del hemisferio, se asegura, es la causa profunda de nuestra incapacidad para acceder a la civilización. Creemos ser los esclavos y las putas del imperio.

Un rápido vistazo a la pedestre verdad conjura —lamentablemente— esta estupenda fantasía. Para empezar, medio siglo de antiyanquismo nos ha salido muy rentable. Odiar a Estados Unidos es el mejor negocio del mundo. Los réditos: la asistencia económica y militar de Estados Unidos a los países latinoamericanos —hija directa del amor serrano—, suma, entre 1946 y 1990, 32.600 millones de dólares. El Salvador, Honduras, Jamaica, Colombia, Perú y Panamá han recibido cada uno miles de millones de dólares en calidad ¿de préstamo? No: de regalo. A cada misil retórico salido de nuestros arsenales intelectuales ha correspondido un misil crematístico lanzado desde la otra ribera. Ningún país en la historia ha premiado tanto como Estados Unidos a los intelectuales, los políticos y los países que lo han odiado. El antiimperialismo es la manera más rentable, en política, de hacer el amor.

¿Cuánto mete este país las narices en nuestras economías? Decir que mucho es eso que los gringos llaman wishful thinking. La verdad es que tenemos bastante menos incidencia en Washington de la que creemos. La única importancia ha sido geopolítica en los dos momentos de la historia republicana de América Latina en que nuestras tierras se encontraron en medio del fuego cruzado por eso que llaman «zonas de influencia». La primera vez fue en el siglo pasado, en los alrededores de la época de la independencia, cuando Estados Unidos disputó a las potencias europeas su ingerencia política en estas costas. No les disputó ni siquiera la económica, ya que no estaba en condiciones de hacerlo: hasta la Primera Guerra Mundial, es decir un siglo después de la Doctrina Monroe, Inglaterra invirtió más que Estados Unidos en América Latina. La segunda vez fue, por supuesto, en tiempos de la guerra fría, cuando el comunismo estableció varias cabezas de playa en el continente. Pero tampoco en ese momento tuvo Estados Unidos un interés económico aplastante al sur de sus fronteras.

Su prioridad era geopolítica, no económica. Las cifras chillan más fuerte que las cuerdas vocales del antiyanquismo criollo: en los años cincuenta la inversión norteamericana en estas tierras sumaba apenas cuatro mil millones de dólares; en los sesenta, once mil millones. Cifras microscópicas para el mundo moderno. En tiempos más recientes, lo único claro es que Estados Unidos se desinteresó bastante de América Latina (y de todo el mundo subdesarrollado). En todos estos años, sólo el cinco por ciento de sus inversiones se han hecho en el exterior y sólo el siete por ciento de sus productos se han exportado. El sesenta por ciento de las inversiones estadounidenses han ido a países desarrollados, no al sur del Río Grande. La esclavización aristotélica a la que nos habrían sometido las transnacionales norteamericanas no cuadra mucho con el simple hecho de que, hasta ayer, las ventas y las inversiones de Estados Unidos han sido diez veces mayores en su propio territorio que en todo el Tercer Mundo junto.

Estas cifras empezarán a variar lentamente en la medida en que la apertura económica que se da en las zonas tradicionalmente bárbaras del universo haga atractivo, en vista de los bajos costos y el crecimiento de los mercados de esos países, un mayor desplazamiento de los gigantes corporativos hacia otras tierras. América Latina es ya, poco a poco, uno de esos polos de atracción. Pero el fenómeno es tan reciente —y aún tan poco determinante en el rendimiento del conjunto de nuestras economías— que dictaminar la ausencia de libertad en nuestras tierras en función del colonialismo económico norteamericano es, en términos políticos, una de las formas más dolorosas de amor no correspondido.

¿Qué importancia pueden tener nuestros países para esos monstruos imperialistas si la General Motors, la Ford, Exxon, Wal-Mart, ATT, Mobil y la IBM tienen, cada una, más ventas anuales que todos los países latinoamericanos a excepción de Brasil, México y Argentina? ¿Qué afán el nuestro de creernos imprescindibles en los planes estratégicos del imperialismo económico, cuando las ventas de la General Motors son tres veces todo lo que produce el Perú? Precisamente porque la General Motors está obsesivamente orientada al mercado norteamericano, sus ventas cayeron fuertemente en 1994. Si dicha empresa tuviera su radio de ventas un poco más orientado hacia los beneficios del imperialismo sería menos vulnerable al encogimiento de sus ventas dentro del mismo Estados Unidos cuando ellas se producen.

A mediados de los noventa la presencia norteamericana en nuestra economía ha empezado a crecer, como ha crecido la de otros países exportadores de capitales. Esto es una gran cosa. Primero, porque los dineros y la tecnología de los fuertes están ayudando a dar dinamismo a nuestros adormecidos mercados. Segundo, porque al haber competencia entre los poderosos por nuestros mercados, los beneficiarios son nuestros consumidores. Tercero, porque por fin nuestros quejumbrosos antiimperialistas empezarán a tener algo de razón. Aunque alguna vez el imperialismo económico —la United Fruit y su respaldo militar en Guatemala en 1954, por ejemplo— estuvo en condiciones de funcionar como miniestado dentro de territorio centroamericano, hay más ejemplos de gobiernos que han expropiado a los imperialistas o echado de sus países a los intrusos que venían ingenuamente a invertir en ellos que de acciones militares norteamericanas dirigidas a respaldar la posición dominante de alguna transnacional de América Latina. Habría que añadir también que nunca una expropiación o una prohibición dirigida contra un inversionista norteamericano fueron por sí solas motivo para poner en marcha a los marines. ¿Qué mejor prueba de esto que la revolución cubana, que expropió a decenas de ciudadanos y empresas norteamericanas? Y el ulular perenne de Fidel Castro en favor del levantamiento del embargo norteamericano, ¿no es el mejor ejemplo de que el imperialismo económico es una fantasía? ¿Cómo se compadece la denuncia contra el imperialismo económico con la eterna súplica de que la economía de Estados Unidos deje de ignorar —eso es lo que significa realmente embargo— a este país caribeño?

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