Más que dos plazas, dos países muy diferentes
Por Carlos Pagni
De la Redacción de LA NACION
Néstor Kirchner insistió en que la ciudadanía debe movilizarse para defender la democracia. Tal vez haya que hacerlo en un país cuyo gobierno estimula la acción directa, controla fuerzas de choque, interviene las comunicaciones privadas y administra fondos públicos o designa funcionarios desde oficinas particulares.
Sin embargo, en el PJ, donde sobran los doctores en movilizaciones, atribuyen a Kirchner otras intenciones. Sospechan que quiere para el oficialismo la mitad de la prensa que tendrá el campo con su concentración en el Monumento de los Españoles. Para lograrlo, también hizo colapsar el mercado del transporte. Los duhaldistas que buscaban colectivos para llevar gente hasta Palermo entraron en emergencia anteanoche: en el área metropolitana no quedaban disponibles más de 200.
A pesar de lo rudimentaria, la escena estará llena de significado. Al movilizar a sus huestes, Kirchner dramatizará de manera muy expresiva una de las encrucijadas que se le ofrecen al país en este momento histórico. Las dos ?plazas? acaso representen a dos Argentinas posibles.
La interminable crisis iniciada en marzo liberó un inmenso caudal de información sobre esa revolución en cámara lenta que se viene dando en el sector agropecuario desde hace 15 años. Con la excusa de la rebelión fiscal, quedó expuesto un fenómeno casi desconocido para la opinión pública: el desarrollo espectacular de una actividad económica a partir de la incorporación de biotecnología, la experimentación de otras formas de trabajo de la tierra y la adopción de un nuevo modelo de administración. La polémica por las retenciones divulgó las características del "nuevo campo", un entramado social y productivo que constituye la principal valencia de conexión entre el país y la economía global.
Kirchner decidió enfrentar a quienes expresan ese fenómeno movilizando a una clientela reclutada en los barrios postergados del Gran Buenos Aires. Esa población, de cuyas necesidades se sirve la política desde hace décadas, es la víctima de un curso de acción fallido: el proceso de industrialización asistida en el que ingresó la Argentina hace 70 años, cuando decidió desacoplarse de la economía internacional para explorar una "vía nacional al desarrollo".
El experimento fue la respuesta a la crisis surgida a partir de 1929 en el seno de otra globalización, la que protagonizó el imperio británico, durante la cual la Argentina conoció siete décadas de progreso. El derrumbe de los años 30 la encontró entre las 10 naciones más ricas de la Tierra.
Frente a aquel colapso, la economía se replegó sobre el mercado interno, con una industrialización sustitutiva y Estado-céntrica. La mano de obra migró hacia las grandes ciudades, en una peregrinación que explica el surgimiento del peronismo. El horizonte intelectual de esta mutación fue la oposición entre la industria, con la que ahora se identificaba la modernidad, y el campo, asiento de una oligarquía rentista. Una caricatura criolla del pasaje del orden feudal al orden burgués.
Los Kirchner le hablan al campo desde el corazón de ese modelo, con un discurso cuya debilidad radica en su anacronismo. La pretensión de "defender la mesa de los argentinos" mediante el castigo a las exportaciones agrarias y la destrucción de los contratos del comercio internacional hace juego con la ilusión de que los servicios públicos mejorarán no cuando se eleve la calidad de los controles, sino cuando se sustituya al inversor extranjero por una "burguesía nacional" nacida de la intervención del Estado.
La semana pasada hubo dos ejercicios de esta forma de pensar: la misma administración que aspira a reemplazar en Aerolíneas a un par de empresarios españoles (muy polémicos hasta en su propio país) por un amigo del poder volvió a degradar un organismo como el ENRE, donde se designó director al ex diputado Eduardo Camaño, de ignotos antecedentes energéticos.
* * *
El aislacionismo que se manifiesta en estas decisiones supone una visión de la economía y de las relaciones internacionales para la cual todavía es posible, en un mundo cada vez más integrado, eso que Hugo Chávez denominó, al defender la estatización de Sidor, "el desarrollo endógeno".
Con este bagaje conceptual, es imposible comprender la evolución del campo. Porque el negocio agropecuario exhibe en la Argentina, desde hace 15 años, tres rasgos típicos de la economía globalizada: se basa en la incorporación de conocimiento, se organiza en red y está referido al mercado mundial.
El valor de la soja transgénica, adoptada por la Argentina en 1994, deviene de que ese "yuyo" incorporó los hallazgos que alcanzó la biotecnología en su búsqueda de nuevas proteínas para la satisfacción de un mercado de consumidores de alimentos. El salto en la productividad se completó con un método que permite cultivar la tierra sin removerla: la siembra directa.
También cambió el paradigma administrativo. La producción basada en unidades integradas, como la chacra o la estancia, ahora se sostiene en una red de contratistas. Este modelo de negocio desligó la riqueza de la posesión de la tierra.
El tercer aspecto que explica la revolución agraria en la Argentina es la integración al capitalismo global de grandes poblaciones con un consumo de proteínas retrasado. Mientras Europa consume al año 130 kilos por persona, China consume 22; India, 11, y el mundo, en promedio, 30.
Estos factores impulsaron a la Argentina de los últimos 10 años a expandir un 56% la superficie cultivada, quintuplicar la producción sojera y mejorar el rendimiento en un 80%. Otra vez el país encontró en el agro una inserción exitosa en la nueva globalización. La protagoniza una "burguesía nacional" irreconocible: no depende del Estado.
El capitalismo globalizado, con su nueva generación de desajustes, obliga a la dirigencia de todos los países a un esfuerzo de reeducación. Los Kirchner parecen resistirse. Han encarado la agenda agropecuaria inspirándose en una demonización del sector que servía, como dispositivo simbólico, al proceso de industrialización sustitutiva de hace 70 años. Pero esa experiencia se frustró. Lo revelan los niveles de ineficiencia de muchas industrias y, sobre todo, la degradación de la periferia de las grandes ciudades, donde reinan la pobreza, la desocupación, el crimen, la droga y la corrupción política.
Esa visión arcaica se proyecta sobre la política tributaria. Sin considerar las retenciones que se discutirán pasado mañana en el Senado, el fisco argentino aplica sobre la actividad rural una presión del 23% (como porcentaje del PBI agropecuario), muy superior al 2,76% de Brasil o al 6,90% de Uruguay.
Las retenciones móviles profundizan este cuadro. Son una condición de posibilidad casi inevitable para el proyecto de poder de los Kirchner, que redujo su base electoral a los segmentos más sumergidos de la sociedad: los que viven en el conurbano bonaerense. Son las víctimas de aquel fracaso y serán movilizadas mañana, para enfrentar al campo, en una metáfora perfecta.
De la Redacción de LA NACION
Néstor Kirchner insistió en que la ciudadanía debe movilizarse para defender la democracia. Tal vez haya que hacerlo en un país cuyo gobierno estimula la acción directa, controla fuerzas de choque, interviene las comunicaciones privadas y administra fondos públicos o designa funcionarios desde oficinas particulares.
Sin embargo, en el PJ, donde sobran los doctores en movilizaciones, atribuyen a Kirchner otras intenciones. Sospechan que quiere para el oficialismo la mitad de la prensa que tendrá el campo con su concentración en el Monumento de los Españoles. Para lograrlo, también hizo colapsar el mercado del transporte. Los duhaldistas que buscaban colectivos para llevar gente hasta Palermo entraron en emergencia anteanoche: en el área metropolitana no quedaban disponibles más de 200.
A pesar de lo rudimentaria, la escena estará llena de significado. Al movilizar a sus huestes, Kirchner dramatizará de manera muy expresiva una de las encrucijadas que se le ofrecen al país en este momento histórico. Las dos ?plazas? acaso representen a dos Argentinas posibles.
La interminable crisis iniciada en marzo liberó un inmenso caudal de información sobre esa revolución en cámara lenta que se viene dando en el sector agropecuario desde hace 15 años. Con la excusa de la rebelión fiscal, quedó expuesto un fenómeno casi desconocido para la opinión pública: el desarrollo espectacular de una actividad económica a partir de la incorporación de biotecnología, la experimentación de otras formas de trabajo de la tierra y la adopción de un nuevo modelo de administración. La polémica por las retenciones divulgó las características del "nuevo campo", un entramado social y productivo que constituye la principal valencia de conexión entre el país y la economía global.
Kirchner decidió enfrentar a quienes expresan ese fenómeno movilizando a una clientela reclutada en los barrios postergados del Gran Buenos Aires. Esa población, de cuyas necesidades se sirve la política desde hace décadas, es la víctima de un curso de acción fallido: el proceso de industrialización asistida en el que ingresó la Argentina hace 70 años, cuando decidió desacoplarse de la economía internacional para explorar una "vía nacional al desarrollo".
El experimento fue la respuesta a la crisis surgida a partir de 1929 en el seno de otra globalización, la que protagonizó el imperio británico, durante la cual la Argentina conoció siete décadas de progreso. El derrumbe de los años 30 la encontró entre las 10 naciones más ricas de la Tierra.
Frente a aquel colapso, la economía se replegó sobre el mercado interno, con una industrialización sustitutiva y Estado-céntrica. La mano de obra migró hacia las grandes ciudades, en una peregrinación que explica el surgimiento del peronismo. El horizonte intelectual de esta mutación fue la oposición entre la industria, con la que ahora se identificaba la modernidad, y el campo, asiento de una oligarquía rentista. Una caricatura criolla del pasaje del orden feudal al orden burgués.
Los Kirchner le hablan al campo desde el corazón de ese modelo, con un discurso cuya debilidad radica en su anacronismo. La pretensión de "defender la mesa de los argentinos" mediante el castigo a las exportaciones agrarias y la destrucción de los contratos del comercio internacional hace juego con la ilusión de que los servicios públicos mejorarán no cuando se eleve la calidad de los controles, sino cuando se sustituya al inversor extranjero por una "burguesía nacional" nacida de la intervención del Estado.
La semana pasada hubo dos ejercicios de esta forma de pensar: la misma administración que aspira a reemplazar en Aerolíneas a un par de empresarios españoles (muy polémicos hasta en su propio país) por un amigo del poder volvió a degradar un organismo como el ENRE, donde se designó director al ex diputado Eduardo Camaño, de ignotos antecedentes energéticos.
* * *
El aislacionismo que se manifiesta en estas decisiones supone una visión de la economía y de las relaciones internacionales para la cual todavía es posible, en un mundo cada vez más integrado, eso que Hugo Chávez denominó, al defender la estatización de Sidor, "el desarrollo endógeno".
Con este bagaje conceptual, es imposible comprender la evolución del campo. Porque el negocio agropecuario exhibe en la Argentina, desde hace 15 años, tres rasgos típicos de la economía globalizada: se basa en la incorporación de conocimiento, se organiza en red y está referido al mercado mundial.
El valor de la soja transgénica, adoptada por la Argentina en 1994, deviene de que ese "yuyo" incorporó los hallazgos que alcanzó la biotecnología en su búsqueda de nuevas proteínas para la satisfacción de un mercado de consumidores de alimentos. El salto en la productividad se completó con un método que permite cultivar la tierra sin removerla: la siembra directa.
También cambió el paradigma administrativo. La producción basada en unidades integradas, como la chacra o la estancia, ahora se sostiene en una red de contratistas. Este modelo de negocio desligó la riqueza de la posesión de la tierra.
El tercer aspecto que explica la revolución agraria en la Argentina es la integración al capitalismo global de grandes poblaciones con un consumo de proteínas retrasado. Mientras Europa consume al año 130 kilos por persona, China consume 22; India, 11, y el mundo, en promedio, 30.
Estos factores impulsaron a la Argentina de los últimos 10 años a expandir un 56% la superficie cultivada, quintuplicar la producción sojera y mejorar el rendimiento en un 80%. Otra vez el país encontró en el agro una inserción exitosa en la nueva globalización. La protagoniza una "burguesía nacional" irreconocible: no depende del Estado.
El capitalismo globalizado, con su nueva generación de desajustes, obliga a la dirigencia de todos los países a un esfuerzo de reeducación. Los Kirchner parecen resistirse. Han encarado la agenda agropecuaria inspirándose en una demonización del sector que servía, como dispositivo simbólico, al proceso de industrialización sustitutiva de hace 70 años. Pero esa experiencia se frustró. Lo revelan los niveles de ineficiencia de muchas industrias y, sobre todo, la degradación de la periferia de las grandes ciudades, donde reinan la pobreza, la desocupación, el crimen, la droga y la corrupción política.
Esa visión arcaica se proyecta sobre la política tributaria. Sin considerar las retenciones que se discutirán pasado mañana en el Senado, el fisco argentino aplica sobre la actividad rural una presión del 23% (como porcentaje del PBI agropecuario), muy superior al 2,76% de Brasil o al 6,90% de Uruguay.
Las retenciones móviles profundizan este cuadro. Son una condición de posibilidad casi inevitable para el proyecto de poder de los Kirchner, que redujo su base electoral a los segmentos más sumergidos de la sociedad: los que viven en el conurbano bonaerense. Son las víctimas de aquel fracaso y serán movilizadas mañana, para enfrentar al campo, en una metáfora perfecta.
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