Preguntas tontas
por Carlos Mira
El análisis político, cultural, sociológico y económico ya no alcanza para explicar el grotesco destino de la Argentina. Ni siquiera el sentido común puede dar respuestas diferentes a lo que es ya obvio para todos: vamos rumbo a una explosión.
Cuando las dificultades que parecen no encontrar fácil explicación arrecian, es muy habitual que, con toda naturalidad, se intenten análisis profundos tratando de encontrar las raíces mismas de los problemas. La combinación de la sociología y de la economía son aquí muy útiles cuando se sigue este camino porque ambas entregan los elementos culturales y técnicos que desnudan las falencias, que le ponen una lente de aumento a las groserías y que finalmente explican la génesis y la evolución; las causas y los efectos de los problemas.
Pero llega un punto en que esos caminos se agotan. No porque no estén al alcance de todos –el sentido común promedio, suele aflorar, finalmente, en algún momento. La cuestión es que a partir de un momento ocurre que, precisamente desde los puntos de vista sociológico y económico, todo ha sido dicho. Ya no queda más nada por explicar. Los disparates han sido tan groseros y las líneas culturales que no supimos cambiar han sido tan expuestas por los intelectuales y los economistas, que los análisis sesudos ya no alcanzan para discernir si el país finalmente encontrará alguna salida.
Cuando se llega a esos puntos de desasosiego; cuando el sentido común promedio al que aludíamos recién, ha sido ampliamente superado; cuando delante de todos se cometen las más variadas tropelías sin que ningún resorte del Estado de Derecho actúe o tenga siquiera alguna oportunidad de ejercitarse; cuando las libertades se ponen en peligro; cuando los derechos pueden conculcarse alegremente por el mero ejercicio de la fuerza física, todos los análisis racionales no sirven para nada. La hombría de bien que se necesita del otro lado para que un acto de bienintencionada docencia surta efecto, lisa y llanamente, no existe. Es hablarle a la pared.
Pero ello no nos exime de nuestras propias dudas sobre el futuro común, porque el país es de todos y todos abrigamos en algún lugar la esperanza de un cambio en el sentido positivo.
Y es en esos momentos en que los análisis racionales han sido superados pero las dudas continúan, en que hay que olvidar todo lo que uno estudió y todas las fuentes en las que abrevó su educación, para volver a hacerse las preguntas tontas de toda la vida; el planteo de las más absolutas obviedades para que, de repente, todo se aclare, todas las dudas se disipen y un horizonte claro y cristalino se abra delante de los propios ojos.
¿Cuándo, me pregunto tontamente, un prepotente llegó alguna vez a alguna parte?, ¿cuándo haciendo las cosas mal se consiguió un buen resultado?, ¿cuándo haciendo las mismas cosas se obtuvieron resultados diferentes?, ¿cuándo el odio y el resentimiento sirvieron para estimular el progreso?, ¿cuándo de la agresividad se obtuvo la concordia?, ¿desde cuándo la amenaza puede ser un sistema de relación entre las personas?
Todas estas preguntas tienen la misma respuesta. Esa respuesta contiene una sola palabra: nunca.
De repente, aun cuando sea para perder toda esperanza de que por este camino el país pueda evitar otra catástrofe, todas nuestras dudas han desaparecido. Las respuestas a las más básicas preguntas que la mayoría de nosotros –con el idioma adecuado a esa edad- aprende en el jardín de infantes, son suficientes para saber que la Argentina se dirige inexorablemente a una explosión.
Lamentablemente todos saldrán maltrechos de ella. El gobierno K dirigió al país a una encrucijada innecesaria y, de paso, perdió, entre insultos y burradas, una histórica oportunidad de hacer lo que hicieron Brasil y México, recientemente y con mucha mayor anticipación Chile. Llevó al país a una insólita alianza con lo peor de América Latina y tuvo éxito en que el mundo leyera ese mensaje con nítida corrección. Hoy la Argentina es sinónimo de Bolivia, de Chavéz y de Ecuador. No digo esto con ánimo despectivo hacia esos países: siento por la buena gente de esos pueblos la misma pena que por el nuestro.
Ojalá que Dios que supo ser argentino, aunque, como dice Malú Kikuchi, se nacionalizó australiano hace unos 70 años, se apiade de un país al que le entregó todo y no le devolvió nada.
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