Ludwig von Mises: Seis conferencias desde Buenos Aires


Desde HACER nos comunican que hay disponible en castellano los discursos que Mises pronunció en Buenos Aires en 1959: POLITICA ECONOMICA. Pensamientos para hoy y para el futuro. También lo tenéis en inglés en ECONOMIC POLICY Thoughts for Today and Tomorrow. Copio el prefacio de Margit Von Mises, esposa de Ludwig:


El presente libro refleja totalmente la posición del autor por la cual fue – y todavía es – admirado por sus seguidores y vilipendiado por sus oponentes... Si bien cada una de las seis conferencias puede mostrarse por separado como un ensayo independiente, la armonía de la serie completa permite un placer estético similar al que proviene de mirar la arquitectura de un edificio bien diseñado.

—Fritz Machlup, Princeton, 1979—

A fines de 1958, cuando mi esposo fue invitado por el Dr. Alberto Benegas Lynch a ir a la Argentina a dictar una serie de conferencias, se me pidió que lo acompañara. Este libro contiene, por escrito, lo que mi esposo dijo a centenares de estudiantes argentinos en dichas conferencias.

Llegamos a la Argentina varios años después que Perón había sido forzado a dejar el país. Perón había gobernado destructivamente y destruido totalmente los fundamentos económicos de la Argentina. Sus sucesores no habían sido mucho mejores. El país estaba dispuesto a recibir nuevas ideas y mi esposo estaba igualmente dispuesto a proveerlas.

Sus conferencias fueron dictadas en inglés, en el enorme salón de conferencias de la Universidad de Buenos Aires. En dos salas vecinas sus palabras eran simultáneamente traducidas al idioma español para los estudiantes que escuchaban con audífonos. Ludwig von Mises habló sin restricción alguna sobre capitalismo, socialismo, intervencionismo, comunismo, fascismo, política económica y los peligros de una dictadura. Estos jóvenes que escuchaban a mi esposo no sabían demasiado sobre el mercado libre o sobre las libertades individuales. Así como escribí sobre esta ocasión en My years with Ludwig von Mises (Mis años con Ludwig von Mises): 'Si cualquiera en esos tiempos se hubiera atrevido a atacar al comunismo y al fascismo como mi esposo lo hizo, la policía habría entrado y lo habría detenido inmediatamente, y la reunión habría sido disuelta'.

La audiencia reaccionó como si una ventana se hubiera abierto y se permitiera al aire fresco soplar a través de las habitaciones. Habló sin notas. Como siempre, sus pensamientos eran guiados solamente por unas pocas palabras escritas en un trozo de papel. Sabía exactamente lo que deseaba decir y, usando términos comparativamente simples, consiguió comunicar sus ideas a una audiencia no familiarizada con sus trabajos, de una forma en que pudieran entender exactamente lo que estaba diciendo.

Las conferencias fueron grabadas y las cintas fueron más tarde trascriptas por una secretaría hispano parlante cuyo texto tipeado encontré entre los papeles de mi marido después de su muerte. Leyendo la trascripción recordé vívidamente el singular entusiasmo con el que aquellos argentinos habían respondido a las palabras de mi esposo. Y me pareció, como no-economista, que estas conferencias, dictadas ante un público lego en Sur América, eran mucho más fáciles de entender que muchos de los más teóricos escritos de Ludwig von Mises. Sentí que contenían tanto material valioso, tantos pensamientos importantes para hoy y para el futuro, que debían hacerse públicas. Dado que mi esposo nunca había revisado la trascripción de sus conferencias para su publicación en un libro, esa tarea quedó para mí. He sido muy cuidadosa en mantener intacto el significado de cada frase, en no cambiar nada del contenido y en preservar todas las expresiones que a menudo mi esposo usaba y que son tan familiares a sus lectores.

Mi única contribución ha sido juntar frases sueltas y quitar algunas pequeñas palabras que uno utiliza cuando habla informalmente. Si ha sido exitoso mi intento de convertir estas conferencias en un libro, se debe solamente al hecho que con cada oración escuché la voz de mi esposo, lo escuché hablar. Estaba vivo para mí. Vivo en la claridad con que demostraba la maldad y el peligro de demasiado gobierno; en la manera en que exhaustiva y lúcidamente describía las diferencias entre dictadura e intervencionismo; en la ingeniosidad con que hablaba sobre importantes personalidades históricas; en las muy pocas palabras con que conseguía que el pasado volviera a la vida.

Deseo aprovechar esta oportunidad para agradecer a mi buen amigo George Koether por ayudarme en esta tarea. Su experiencia editorial y su comprensión de las teorías de mi esposo fueron de una gran ayuda para este libro.

Espero que estas conferencias sean leídas no sólo por académicos sino también por los muchos admiradores de mi esposo entre los no-economistas. Y sinceramente espero que este libro pueda estar disponible para las audiencias más jóvenes, especialmente escuelas secundarias y universidades, en todo el mundo.

MARGIT VON MISES
New York, June 1979

POLITICA ECONOMICA. Pensamientos para hoy y para el futuro

La cultura del saqueo

Al inicio de la semana / Roberto Cachanosky

El empleo de la coacción, la violencia y la fuerza como métodos para obtener aquello que se desea, por más justo o merecido que sea, es una de las causas de la decadencia argentina.

Si alguien dudaba de que Argentina se dirigía de cabeza a una crisis, lo que hoy estamos viviendo debería terminar de convencerlo. Las luchas por el poder sindical llegan hasta el límite de comportamientos mafiosos. Los piqueteros están nuevamente en las calles cortando el tránsito y tomando reparticiones públicas, la calle es un caos por ausencia de autoridad, los precios se siguen disparando y el gobierno acaba de anunciar un plan de emergencia energética que refleja la improvisación con que se manejó este tema todos estos años.

En el fondo, la crisis es solo el emergente de valores totalmente subvertidos del cual el gobierno parece no haberse enterado, por el contrario, sigue dando vuelta los hechos al punto que la presidente (y digo presidente y no presidenta porque presidente es el cargo que figura en la Constitución) acaba de afirmar: "en este programa estamos yendo al tercer eslabón de la responsabilidad, que es la responsabilidad social, porque se puede tener muy buen gobierno pero si no se tienen buenas instituciones en lo privado y en la sociedad, es muy difícil abordar la transformación de un país". Con esta afirmación pareciera ser que Cristina Kirchner considera que el suyo y el de su marido han sido dos muy buenos gobiernos y que si las cosas no marchan mejor es por culpa de culpa de los empresarios y de la gente. Algo similar sostenía, Hitler cuando estaba por caer Berlín en manos de los rusos. Decía el dictador, en su delirio, que su pueblo iba a sufrir porque no lo había acompañado en el sacrificio.

Pero volvamos al caso argentino. Lo que uno ve desde décadas, y más acentuado ahora, es que al revés de lo que marca la presidente, es que justamente ha sido el Estado el que ha subvertido los valores de la sociedad y no se le puede pedir a la gente que tenga comportamientos diferentes si desde lo más alto del poder se actúa con impunidad, mentira y desprecio por el orden jurídico.

¿Qué valores puede exigirle Cristina Kirchner al resto de la sociedad si a sólo 48 hs. de instalada en la casa de Gobierno se ha destapado un caso de corrupción que la involucra como candidata presidencial y compromete seriamente a su marido, que es el mentor de su candidatura?

Cuando Cristina Kirchner les exige seriedad a los empresarios y a la sociedad tiene que tener presente que las reglas de juego que hoy imperan en la Argentina fueron impulsadas por gobiernos con pensamiento populista como el de su marido y el de ella. ¿Qué valores impusieron? El de usar al Estado como instrumento de coacción para beneficio propio y de unos pocos amigos del poder. La cultura del trabajo, del esfuerzo personal fueron dejadas de lado para dar paso a la cultura de la prebenda y de la demostración de fuerza. Basta ver como facciones sindicales se enfrentan por cuotas de poder utilizando la calle como forma de manifestar su poder basado en la fuerza bruta. Aquí no hay razones, hay demostraciones de fuerza. Unos haciendo piquetes en 39 lugares diferentes de la ciudad violando el derecho de la gente a transitar libremente ante la pasividad de la autoridad pública, y otros amenazando con sacar los camiones a la calle como si fueran el séptimo de caballería.

Grupos piqueteros, que dicen ser partidarios del kirchnerismo, se dan el lujo de tomar por la fuerza bruta un edificio público en la ciudad de La Plata, lesionando gravemente a dos policías y los responsables son liberados casi inmediatamente.

Al mismo tiempo tenemos a algunos dirigentes empresariales que le chupan la media al gobierno de turno para mantener sus privilegios o los beneficios del eufemismo del tipo de cambio competitivo.

Argentina tiene reglas en las cuales el saqueo está a la orden del día. El saqueo como regla impuesta por el Estado por la cual se pervierte la ley para quitarle el fruto de su trabajo a quienes lo generaron para transferírselo a quienes no les corresponde. En nuestro país la ley está prostituida. No se la usa para establecer reglas de convivencia sino para saquear "legalmente" a diferentes sectores de la sociedad y para destruir el sistema republicano. Le ley no le pone límites al Estado, se los amplía generando océanos de corrupción.

La banda piquetera que tomó el edificio en La Plata se siente con derecho a exigir que le entreguen más dinero, canastas navideñas y no sé cuantas cosas más. ¿Quién tiene la obligación de pagar todos esos "beneficios" y por qué? ¿Qué estímulos puede tener el hombre o la mujer que se levanta temprano para ir a su trabajo a ganarse honestamente su sustento si ve que una banda de forajidos toma impunemente el edificio, es liberada y encima exige que ese señor o señora le de el fruto de su trabajo, luego de treparse viajar en condiciones infrahumanas en un colectivo, soportar los paros de subtes y aguantar los piquetes de Quebracho o la UOCRA?

Del lado empresarial, hay sectores que, cual ladrones de guantes blancos, estimulan el tipo de cambio competitivo que no es otra cosa que cobrarle el impuesto inflacionario a la gente para transferirle a ellos los beneficios de un dólar caro, cuando no piden créditos subsidiados sin aclarar quién y por qué tienen que financiarles tal petición.

Todos piden y nadie dice porqué el que paga tiene la obligación de pagar la cuenta. Se crea así, una cultura del saqueo impulsada desde el mismo Estado, cuando no es que los mismos funcionarios del Estado forman parte del saqueo.

Ya no queda gran margen para esconder este uso desvergonzado del poder, de la mentira, para disimular la inflación, la crisis energética y la caída del salario real.

Argentina está nuevamente en la pendiente descendente porque no se han cambiado las reglas del saqueo, solo se han cambiado las personas. Y las mismas reglas con diferentes personas igual dan los mismos resultados. © www.economiaparatodos.com.ar

El Estado no crea valores

El Estado no crea valores; el Estado no ha hecho la moneda; el Estado no da valor a ninguna substancia ni ha hecho que el oro valga; el oro vale, cualquiera que sea la opinión del Estado respecto de su valor. Lo único que ha hecho el Estado, en materia de moneda, es establecer la escala de los precios, como ha establecido la escala de las pesas en el sistema métrico decimal. Ha dicho: la escala monetaria constará del centavo, del peso, del argentino, etc., como ha dicho: la escala de medidas de peso se dividirá en gramos, kilogramos, tonelada métrica, etc., pero no puede dar ni quitar valor a cosa ninguna. Puede en cambio, el Estado, mediante leyes arbitrarias, confiscar parte de la riqueza pública representada por los billetes que circulan, y dislocarla, entregándola a los tenedores de nuevos billetes emitidos por el Estado, lo que es un despojo, que el Estado argentino ha cometido muchas veces, y ha sido calificado directamente de robo por el gran economista y moralista inglés John Stuart Mill.

Juan B. Justo, en la Cámara de Diputados de la Nación, 15 de septiembre de 1914.


Extraído de

Áreas de desprotección pública

Unas notas antes:
Yo no tengo armas. Particularmente, siempre me causaron algo de temor. Aunque tuve la suerte de que alguien me enseñara a manejarlas.
Hoy tengo un hijo, y otro en camino. Se que hay delincuentes, criminales que no tienen miedo a las armas, ni respeto a la vida. Si tuviera a uno apuntandole a cualquiera de mi familia y tuviera a mano un arma de fuego, no lo dudaría.

14/12/2007 - José Carlos Rodríguez

Ocurrió el pasado 9 de diciembre. Un joven de 24 años, devorado por el odio a los cristianos, se dirigió a una iglesia en Arvada, Colorado, con el deseo irrefrenable de saciar su inquina. Iba armado y fue con la intención de matar a cuantos les permitiera su munición. Segó la vida de dos personas, pero antes de que pudiera ir a más una mujer voluntaria, que iba a echar una mano a la Iglesia, le detuvo de varios balazos. No le mató; tuvo que ser él mismo quien lo hiciera. El asesino sólo llegó a avanzar 50 pies, según los testigos.

Esta terrible historia no ha ocupado los informativos y los periódicos de todo el mundo por un sencillo hecho: en aquél lugar estaba permitido llevar armas y quiso la fortuna de que una ex policía de Minneapolis que llevaba su arma estuviese ofreciendo su tiempo a aquella iglesia. ¿Cuál hubiese sido la historia de ser una Gun free zone, es decir, una zona en que se prohíbe tener armas?

Podría haberse parecido a la noticia que sí alcanzó hasta el último rincón del planeta; al menos hasta donde alcanzan los medios de comunicación. Me refiero al pavoroso tiroteo de Omaha, en que murieron ocho personas. O el de la Universidad Técnica de Virginia, en que una nueva víctima del odio segó la vida de 32 personas. Por supuesto, también a la Columbine School, masacre a cuyo recuerdo se filmó la gran película Elephant y el más conocido bodrio de Michael Moore. También al tiroteo provocado por otro sociópata en la cafetería Luby’s, en la localidad tejana de Killeen, en que perdieron la vida 23 personas. Todas esas masacres comparten la atención mundial de los medios. Pero también comparten una característica común: en todas estaba prohibido llevar armas. Eran Gun free zones. Eran áreas de desprotección pública.

Cada uno de estos atentados indiscriminados sirve a la práctica totalidad de los medios de comunicación la oportunidad de transmitir la idea de que todas estas tragedias se produjeron porque allí, en Estados Unidos, hay libertad de armas y además que si su uso se controlara estrictamente o se prohibiese tales masacres apenas tendrían lugar. Un mínimo de consideración con las víctimas debería ser suficiente como para que cada uno de nosotros nos tomáramos en serio este problema. Lo suficiente, al menos, como para no aceptar cualquier opinión sin haber reflexionado un mínimo sobre ello.

La mayoría de los muertos en tiroteos públicos se produce en las Gun free zones. La razón es muy sencilla. Por un lado los asesinos son más racionales de lo que podamos pensar en un principio, y se lo piensan antes de llevar a cabo su crimen múltiple si se les puede detener de un balazo. Incluso si tienen planeado suicidarse, no querrán morir sin cumplir antes sus planes de muerte. La segunda razón es que, cuando lo hacen, cuando descargan sus armas en un espacio en que potencialmente cualquier otra persona está armada, siempre hay alguien que le detiene, dando fin a la suma de cadáveres.

Suzanna Gratia Hupp lo sabe muy bien. Aquél 16 de octubre de 1991 en que estaba con sus padres en la cafetería Luby’s ella dejó su arma en el coche. Sabía que se dirigía a un área donde estaba prohibido llevarlas y ella no quería incumplir la ley. Cuando vio al asesino acercarse a su mesa, su padre se levantó para reducirle y salvar a su familia. Él recibió un balazo mortal, como ocurrió acto seguido a su mujer. Suzanna declaró más tarde sentirse arrepentida de haber obedecido la ley. No fue el caso de un policía que, en febrero de este año, llevaba su pistola en el Trolley Square Mall, un centro comercial de Utah. Reconoció en seguida el característico sonido de los disparos, pese a que estaba en el extremo opuesto del asesino, a tres minutos y cinco vidas de distancia. No hubo una sexta, aparte del asesino, porque este policía le alcanzó de un disparo. Dos estudiantes armados libraron a la Appalachian School of Law de ser mundialmente conocida, gracias a que detuvieron a otro asesino en masa. Con su acción limitaron el número de muertes a tres inocentes víctimas. Y eso que tuvieron que salir del edificio para coger el arma con que le detuvieron.

Habrá quienes mantengan sus posiciones más restrictivas, pese al respeto a las víctimas que se producen en las zonas libres de armas y que se podrían haber evitado de estar abierta la posibilidad de encontrarse con un buen ciudadano armado. Es evidente que lo único que logran es que los ciudadanos que siguen la ley queden sin medios para la protección, mientras que quienes están dispuestos a matar a los demás no tendrán escrúpulos, evidentemente, en saltarse tan ridícula restricción.

Pero aún pueden argumentar que, de prohibirse por completo el uso de armas, estos asesinos jamás hubiesen llevado a término sus mortíferos planes. No obstante, una mínima atención a la realidad les hará ver que quien necesita un arma para cometer un crimen la conseguirá, ya sea dentro de la ley, ya sea fuera. El tráfico de drogas está prohibido en España. ¿Quiere ello decir que no hay tráfico de drogas en nuestro país? Hay una enorme distancia entre la prohibición de un comportamiento y su erradicación, cuando éste forma parte de los planes de las personas. ¿Alguien dirá que los asesinos en público se toman a la ligera sus planes? ¿Qué una prohibición les va a hacer cambiar de idea?

Las mayorías silenciosas

por Roberto Salinas León
Roberto Salinas León es presidente del Mexico Business Forum.


En una reflexión sobre ser liberal, sobre la democracia liberal, Enrique Krauze nos comparte una tesis sumamente interesante: hay, independientemente de las distorsiones en el uso (y abuso) de la palabra “liberal”, una mayoría silenciosa que practica el liberalismo (sin profesarlo) todos los días.

Estos pueden ser los participantes en un orden espontáneo de mercado, desde los mercados financieros globales hasta el tianguis local, desde el innovador tecnológico hasta el informal latinoamericano. O, podemos ser todos aquellos que, con el solo acto de hacer decisiones, de elegir una actividad sobre otra, practicamos la libertad—y, en teoría, la otra cara de la moneda de la libertad, o sea, la responsabilidad.

En los círculos intelectuales, donde impera una suprema inflamación del fatuo, es poco común, hasta vulgar, profesar una posición liberal. Es visto como admisión del mal. Sin embargo, más allá del silencio, sí vemos a (ciertas) mayorías preocupadas con asuntos tan fundamentales para el futuro de la libertad, como la libertad de expresión, como evitar que los dogmas de la iluminación nos digan qué decir, como decirlo, y en qué momento, ya sea en materia electoral, como en materia económica.

Estas voces son consistentes con el temperamento liberal—con el ensayo y error, con el derecho a decir, con la defensa de una actividad poco común en nuestra cultura, la actividad de escuchar. El liberalismo, en su versión tradicional, tiene la característica de ser una doctrina que admite, es más celebra, la pluralidad de puntos de vista contrarios a la propia tesis de la libertad.

Este temperamento defiende el dejar hacer, dejar vivir, y dejar decir. Por ello, la advertencia de Octavio Paz es fundamental: los que pretenden erigir la casa de la felicidad nos acaban condenando a la cárcel del presente. Por lo mismo, la actividad de la crítica es central para la libertad—crítica no como falso diletantismo, como profesar saber más que todos los demás, sino como una actividad constante de falseabilidad, de cuestionamiento, tanto de íconos como instituciones, sobre todo de lo que pretende la verdad para siempre.

Un heredero de estas vistas intelectuales es el periodista Carlos Alberto Montaner, quién fue galardonado por la Universidad Francisco Marroquín con un doctorado honoris causa, precisamente por su vocación de proteger la libertad de expresión. Montaner ve, en este sentido, corrientes terriblemente peligrosas en el caudillismo militar de Chávez, o el indigenismo radical de Morales, ciertamente en la tiranía del silencio que es ahora su país de origen, Cuba.

Montaner defiende la democracia liberal, en su vocación, pero también su visión, como comunicador de ideas. Quizá, visto así, la mayoría silenciosa es menos silenciosa de lo que un intelectual puede decir, o determinar. El comunicador debe incidir en estos, y en otros: empresarios jóvenes, innovadores, informales, ingenieros, amas de casa, líderes de casas universitarias, taxistas y trabajadores, deportistas, hasta los representantes de medios y de las artes cinematográficas.

El reto no es, como llegó a atacar Montaner con una serie de panfletos, hacer burla del “perfecto idiota latinoamericano”, sino, en el fondo, de hacer ver, como también lo ha hecho otro formidable intelectual público, la “idiotez de lo perfecto”.

Artículo de AsuntosCapitales [1] © Todos los derechos reservados.
Source URL: http://www.elcato.org/node/2992

La idiotez

Estoy cansado, triste, acongojado.

La desfachatez de los discursos vacíos de asunciones varias, terminó por convertir mi semana de reflexión en un mar de lágrimas de impotencia.

Será conveniente tranquilizarse un poco. La justicia, como bien dicen, no va de la mano de la emoción.

Hoy si, luego de escuchar teorías conspirativas contra el “bien común” no puedo sino mas que escribir. Escribir en el estado en que esté. Como una suerte de catarsis momentánea. Para dejar en claro mi descontento.

Nunca he escuchado tantas veces seguidas –es cierto, quizás antes no prestara atención– utilizar la excusa del bien común como pilar de acción de gobierno. Mejor dicho como pilar de acción de ESTOS gobiernos. Guardo esperanzas en que en algún lugar del planeta surja la semilla que florezca hasta en estos lugares.

Y si, digo NO, a vos que me lees con el sentido totalitario del “Si No te gusta andate”.

Estudien, lean y escuchen a quienes los invitan a pensar. Dejen de aplaudir estupideces, frases hechas y dogmas que perpetúan un modelo de decadencia.

La idiotez no tiene excusa a ninguna edad. Es comprensible cuanto mas pequeño seas. Solo eso.

Levantaremos horcas en todo el país para colgar a los opositores.
Juan Domingo Perón, 1947.

Al enemigo, ni justicia.
Juan Domingo Perón, 1952.

La libertad no se vota

Me había puesto a escribir algo sobre la desfachatez chavista. Pero acabo de leer a Don Benegas y como no podía ser de otra manera resume de manera mucho mas acertada mi opinión...

La libertad no se vota. Como no se podría votar si el 50,7% puede fusilar al 49,3%. Sonaba ridículo como los “observadores” de la OEA alababan al “proceso electoral” de Venezuela y hacían los típicos comentarios huecos de la ocasión (”todo se desarrolla con tranquilidad y alegría”). Se decidía, entre otras cosas, si los venezolanos tenían derecho a educarse unos a otros, pero lo importante para estos personajes, para la CNN y para el mundo “civilizado” y embrutecido era que “todo se había desarrollado con tranquilidad” y de manera “democrática”. Votar sobre la libertad es incivilizado y más que democrático es una burla.
Según los números oficiales 50,70% de los venezolanos que votaron ayer quieren ser libres y el otro 49,30% quieren ser rebaño. El problema entre ellos es la palabra “nosotros”. El dictador podría dividir al país en dos. De un lado sus ovejas felices, esos que se uniforman y se despersonalizan por el motivo psicológico, económico o religioso que sea, para verse a si mismos como soldados de una causa contra algún mal; del otro los que no lo necesitan. El problema es que los uniformados no se uniformarían si la única oferta fuera seguir su propio proyecto colectivista. Todo “todo” necesita una parte “enferma” que alimente la sensación de que han encontrado la luz mientras que “otros” (”esos sectores”, “aquellos que…”, “los que detienen el cambio”) permanecen en la oscuridad y deben ser vencidos. Y parasitados.

La libertad no se vota. Como no se podría votar si el 50,7% puede fusilar al 49,3%. Sonaba ridículo como los “observadores” de la OEA alababan al “proceso electoral” de Venezuela y hacían los típicos comentarios huecos de la ocasión (”todo se desarrolla con tranquilidad y alegría”). Se decidía, entre otras cosas, si los venezolanos tenían derecho a educarse unos a otros, pero lo importante para estos personajes, para la CNN y para el mundo “civilizado” y embrutecido era que “todo se había desarrollado con tranquilidad” y de manera “democrática”. Votar sobre la libertad es incivilizado y más que democrático es una burla.

La oposición venezolana ganó una batalla que nunca debió darse entre el si o el no a la libertad para resolverla con la estadística. Antes las revoluciones colectivistas debían hacerse a los balazos porque nadie se dejaba conquistar voluntariamente. Es todo un síntoma que ahora vean que pueden preguntarle a un electorado si están dispuestos a convertirse en ovejas y tienen la oportunidad de obtener una respuesta afirmativa. Cuando el dictador vea que ya no puede volver a hacer una pregunta de ese estilo, si que Venezuela estará a salvo. Antes no.

La medicina en Cuba (para los cubanos)


La Unión Soviética no colapsó porque tuvo mala suerte. Llevó setenta años asumir que todo el proyecto comunista era un fracaso rotundo que no cumplía una sola de sus promesas y se sostenía, mucho más de lo que se hubiera esperado , en mentiras, propaganda y violencia.



Cuba la tenemos acá, a la vuelta de la esquina, disponible para aprender sin necesidad de padecer, pero la propaganda de los Castro junto a las valijas de Chávez siguen explotando como espectáculo circense los mitos socialistas. El problema que tienen es que hay algo que recién empieza que les va a complicar la vida y es que la gente común tiene a su disposición dispositivos como teléfonos celulares capaces de captar video y autopistas de información (término que quedó antiguo peor ideal para este caso) como Youtube para hacer conocer la realidad.

En el caso que vamos a ver del canal 41 de Miami sobre el verdadero sistema de salud de Cuba, el que reciben los cubanos y no los extranjeros que pagan en dólares del imperio, las imágenes fueron tomadas con una cámara oculta y sería difícil que las obtuviera cualquiera porque las visitas a los hospitales públicos en Cuba están prohibidas sin previa autorización, lo que implicará el armado de la experiencia de acuerdo a la “realidad dispuesta” por el régimen por llamarla de alguna manera. Algo así como lo que se hace aquí con el Indec pero un poco más eficiente.

Cuando estuve en la Isla en 2004 conocí a un anestesista que había ido a correr una Marathón y se había quedado como turista un mes. Nunca consiguió que lo autorizaran a entrar a un hospital.

La barbarie en radio

Donde se ha visto tanta barbarie ponderada.

Ayer escuche que el mercado obliga a los padres a gastar en sus hijos... Que antes -todo tiempo pasado fue mejor- solo se fabricaban productos para satisfacer las necesidades y que hoy se fabrican necesidades...

Los bárbaros a cargo de la nota cantaban loas al bienestar encontrado en la época del disco de pasta...

¿Para que inventaron el CD, si con el disco era suficiente? Se preguntan... La estupidez no tiene límite al exponer la desgracia del invento del teléfono celular con cámara de foto, posibilidad de envío de mensajes y conexión a Internet...

La indignación me llevo a gritar: ¿¡Pueden ser tan estúpidos?!

Mi hermano Gabriel me corrigió enseguida... No es que sean estúpidos, son unos reverendos hijos de puta.

Video de muestra

Me atrapó el diccionario

"Que defiende principios deshonestos o comete actos ignominiosos sin ocultarse y sin sentir vergüenza por ello."

“Desvergüenza en el mentir o en la defensa y práctica de acciones o doctrinas vituperables.”

“Impudencia, obscenidad descarada.”

No, no. No es la definicion de kirchnerista... Es la definición de "Cínico".

¡¡Que labure otro!!

Inaugurando el ciclo "Benegas te hace pensar" inspirado, como no podia ser de otra manera, en la produccion del Sr. -me saco el sombrero- José Benegas. Aqui les dejo una nota imperdible con uno de los protectores de inutiles que no pueden llevar adelante ni el kiosko mas pequeño.


powered by ODEO

Ron Paul...

Jon Stewart, de The Daily Show, en una entrevista: “Tú pareces tener una integridad consistente y de principio. A los americanos, usualmente, no les convencen con eso”. “He introducido una idea novedosa en esta campaña”, responde Paul. “Hasta se me ocurrió sugerir que cumplamos la constitución”, dice con ironía.

Say no more.

Buscando al Ron Paul argentino...

Leyendo la nota de Adrián Lucardi aparecida en Controlando al Leviathan me encontré con este motivador extracto:

¡Pero cómo no le van a dar todo eso con este subsidio! ¡Cualquiera hace obra filantrópica a costa de la nación, y ahora la filantropía argentina se la quiere hacer a costa de los dineros públicos! ¡Qué manera tan cómoda de hacer caridad!


Réplica del senador nacional Francisco Castañeda Vega, presidente de la comisión de presupuesto, frente al pedido de una partida de 100 mil pesos para un instituto filantrópico, 31 de mayo de 1920.

Aquel que envíe pruebas de que algún político de hoy actúa de esta forma, o sea: piensa como libertario, con nombre y apellido, se hará acreedor a un fantástico premio compuesto por varios regionales de nuestra zona patagónica. Comestibles en su mayoría, patrocinado por mi modesto bolsillo...


Un grupo selecto de jueces evaluará las pruebas enviadas. Por ahora, el premio consta de estos productos:
  • Torta Galesa
  • Miel
  • Dulce (de alguna fruta fina)
  • Chocolates

La Argentina se aleja de los países accesibles para invertir

© infobaeprofesional.com

Un informe del Banco Mundial asegura que la burocracia para iniciar un negocio, la fuerte carga impositiva y la rigidez de las relaciones laborales desmotivan el ingreso de capitales extranjeros. Elaboró un ranking y ubicó a nuestro país en el puesto 109, entre los 178 que fueron analizados.

Según el informe Doing Business 2008, que elabora el Banco Mundial, existe una serie de factores que complican el ingreso de inversiones en la Argentina, entre los que destaca la burocracia para iniciar un negocio, la fuerte carga fiscal y las regulaciones que dan una fuerte rigidez a las relaciones laborales.

Esas cualidades ubican a la Argentina en el puesto 109, entre los 178 países en los que se analizaron las regulaciones que incentivan y desmotivan las inversiones.


En la región, Chile muestra mejores condiciones (se ubica 33º), seguido por México, Perú, Uruguay y Paraguay, que se posicionan en los lugares 44, 56, 98 y 103 del ranking, respectivamente. En tanto, Brasil recién aparece en la 122ª colocación.

Para realizar el análisis, el estudio toma en cuenta diez variables y fases que afectan el desarrollo de un emprendimiento:
  • Apertura de un negocio
  • Manejo de licencias
  • Empleo de trabajadores
  • Registro de propiedades
  • Obtención de créditos
  • Protección de inversores
  • Pago de impuestos
  • Comercio trasfronterizo
  • Cumplimiento de contratos
  • Cierre de una empresa
Entre los apartados en los que la Argentina figura por encima de la media mundial se destacan la Obtención de créditos (48) y el Cumplimiento de contratos (47), mientras que en los rubros que queda mal posicionada son Empleo de trabajadores y Pago de impuestos (ambos en el puesto 147).

Sin embargo, hay que tener en claro que el país no bajó de nivel por sí mismo, sino por el mejor desempeño de las otras economías.

Así, el economista Fausto Spotorno, miembro de la consultora Orlando Ferreres & Asociados, destacó que "lo que se ve en el informe es que los países van mejorando, pero que la Argentina no ha hecho mucho y que inclusive en algunas cuestiones ha empeorado".

Para el Spotorno, "el país ha estado comprometido con otras cuestiones pero éste es un tema a tener en cuenta de acá en adelante".

Las malas notas
  • Facilidad para los negocios
El informe destaca a los países que más hicieron innovaciones para facilitar los negocios y tuvieron mayores impactos en sus economías. Como líderes nombra a Egipto y a Croacia, mientras que la Argentina figura con una nota negativa en el apartado Cierre de empresas.

Cuando los empresarios analizan un plan de negocios lo primero que tienen en cuenta son los procedimientos que deben realizar para operar legalmente.

Teniendo en cuenta varios factores como la cantidad de días promedio que se tarda para abrir un negocio, el capital necesario y la cantidad de procedimientos, nuestro país se encuentra en el puesto 114, con una caída de cuatro puestos con respecto al año pasado.

Así, mientras que en Australia se necesitan dos pasos y dos días para la apertura de una empresa, en la Argentina ascienden a 14 y 31, respectivamente.

En particular, el estudio compara la dificultad de obtener licencias para la construcción y puesta en marcha de, por ejemplo, un depósito. En este particular apartado, la Argentina sufre su peor revés y se ubica dentro de los peores, en el puesto 165, siendo superado por países como Bolivia y Venezuela, que en el ranking global están por detrás de nuestro país.

Construir y obtener las licencias para poner en marcha un depósito en el país toma casi un año (338 días) y 28 procedimientos, mientras que en Bolivia se hace en 249 días y 17 pasos.

El informe destaca que “cuando el peso de las regulaciones es muy grande, los empresarios mueven su actividad a la informalidad , dejando a todos peor”.
  • Relaciones laborales
En cuanto al empleo de trabajadores, el país se encuentra muy relegado respecto al mundo. Doing Business examina, entre otras variables, las dificultades que las regulaciones gubernamentales implican para contratar trabajadores y despedirlos, la rigidez en los horarios, la flexibilidad de los contratos y hasta los días de vacaciones que los empleados tienen pagos.

En este rubro, la Argentina se sitúa en el puesto 147, en igual ubicación que el año pasado y no muestra mejoras desde el 2005, salvo en el costo de despedir a un trabajador, donde registra una leve baja.

El Banco Mundial resalta que mientras “las regulaciones hacen que el empleado mejore su salario, las normas rígidas tienen muchos efectos no deseados como la menor creación de empleo y la menor inversión en Investigación y Desarrollo”.

“En los '90, la flexibilidad laboral permitía contratar más fácilmente, pero ahora retrocedimos bastante. La 'doble indemnización', por ejemplo, genera un costo muy alto y un retroceso. Ahora, con su derogación, por ahí mejora”, dijo Spotorno a infobaeprofesional.com.

“Para estar mejor en el ranking hay que reducir costos y tiempos en las regulaciones y hace falta un trabajo bien microeconómico”, agregó.
  • Protección de inversiones y control
En tanto, en la protección de inversiones y en los controles que el Gobierno fija para evitar casos de corrupción dentro de las empresas, como la autocompra de insumos, el país se ubica en el puesto 96, lejos de las potencias.

El caso Skanska es un claro ejemplo de cómo el Gobierno manejó una situación de este tipo, donde se investigan casos de corrupción empresarial y por parte de algunos funcionarios. En este rubro, la Argentina está peor que Brasil, México y Perú.
  • Presión fiscal
Con respecto al pago de impuestos, Doing Business tiene en cuenta el número de transferencias que una mediana empresa debe hacer al Gobierno, el tiempo que lleva completar los formularios y el porcentaje de los beneficios que se destina a pagarlos.

La Argentina se ubica dentro de los países con peores regulaciones impositivas, exactamente en el puesto 147, detrás de casi todas las economías del Mercosur.

El estudio especifica que “en los países donde el peso de los impuestos es muy grande, como sucede en la Argentina, se tiende a la evasión”.

“Tras mejorar el proceso de empleo de trabajadores, es necesario, en segundo lugar, hacer una reforma impositiva macro que es más difícil de lograr para tratar de disminuir los impuestos que son muchos y altos”, explicó el economista de la consultora de Orlando Ferreres.
  • Intercambio comercial
Los procedimientos y regulaciones para comerciar con el mundo ubican a la Argentina en el puesto 107, con nueve documentos necesarios para exportar y siete para importar con un costo de 1.325 y 1.825 dólares por container, respectivamente.

El lado positivo
Según consigna el informe, antes de invertir, “las firmas constantemente tienen en cuenta las dificultades para acceder a los créditos”. Doing Business construye dos indicadores que explican cuán bien funciona el mercado crediticio.

El primer item toma en cuenta los registros crediticios y su cobertura, asociados a los entes que colectan y distribuyen información acerca de los tomadores de préstamos y que “pueden expandir el crédito al brindarle datos confiables a los prestamistas”.

Para el Banco Mundial, también incide el desarrollo y conocimiento de los derechos legales que tienen los que prestan y los que reciben los créditos.

En este ámbito, la Argentina se sitúa en el puesto 48 con una caída de tres lugares con respecto al 2007, pero por encima de Brasil y México. En tanto, los primeros puestos los ocupan Inglaterra, Hong Kong y China .

En tanto, en el cumplimiento de contratos y en las regulaciones que los sostienen, la Argentina muestra una buena performance, al ubicarse en el puesto 47.

El estudio también tiene en cuenta los procesos judiciales y la celeridad con que se resuelven los conflictos derivados de no cumplir con un contrato. En este punto la Argentina supera a Brasil, Perú e inclusive México.

Con relación a las regulaciones en torno a la quiebra de empresas, la Argentina se sitúa en el puesto 65, con un período de casi tres años para demostrar insolvencia.

Según los especialistas, el país debería mejorar en casi todos los aspectos para ponerse de nuevo en la mira de los inversores y subir en el ranking del Banco Mundial. Para ello, “el Gobierno debería revisar todas las regulaciones y aplicar reformas como vienen haciendo los demás países”, concluyeron.

La política del “después vemos”

11/11/2007 - Roberto Cachanosky

Manotear lo que se tiene a mano y posponer las decisiones hacia el futuro es una estrategia que, más tarde o más temprano, se agota. ¿Estamos llegando al final de la fiesta o todavía hay cuerda para rato?

El aumento de las retenciones al campo confirma, una vez más, que la política económica parece estar basada en la siguiente estrategia: manoteo ahora lo que puedo y después veo qué hacemos. Es que el incremento de los derechos de exportación para la soja, el trigo y el maíz, lejos de ser parte de una política consistente, tiene como finalidad tratar de corregir el desborde del gasto público de los últimos años y, en particular, de los últimos meses. Basta ver los números fiscales para advertir que mientras el gasto corriente aumenta al 50% anual, los ingresos corrientes suben al 40%. Y no hace falta tener un master en Economía para darse cuenta de que, si los gastos crecen más rápido que los ingresos, en algún momento habrá problemas fiscales.


La medida en sí parece limitarse a tratar de obtener más recursos para la nación, dado que los derechos de exportación no son coparticipables. Sin embargo, no queda claro cuál va a ser el destino de esos fondos. Es decir, cuando el Estado decide apropiarse de una mayor parte de la riqueza que genera el sector privado debería definir para qué quiere esos mayores recursos. ¿Acaso tendremos mejor educación, seguridad, salud o justicia por el incremento impositivo? Es evidente que antes de continuar expoliando al sector privado, el Gobierno debería replantearse si con los recursos que tiene no puede mejorar la calidad del gasto. Dicho de otra manera, en vez de subir los impuestos podría hacer el esfuerzo de administrar mejor lo que ya recibe.

A diferencia de Fernando De la Rúa, que empezó su presidencia con un impuestazo en ganancias, el gobierno de Kirchner le allanó el camino a su mujer con otro impuestazo, aplicado a un sector que tiene escaso peso político, pero genera mucha riqueza. Si uno tiene en cuenta que en la Argentina debe haber unos 400.000 productores agropecuarios y supone que cada productor tiene una familia con otros tres integrantes en edad de votar, hábilmente el Gobierno acaba de castigar a solamente el 6% del padrón electoral. Es decir, obtuvo más recursos con escaso costo político. Al menos por el momento.

Lo que realmente sonó curioso fueron los argumentos que utilizó el ministro de Economía, Miguel Peirano, para justificar este incremento impositivo. Dijo el ministro: “Estas medidas van a generar estabilidad de precios, crecimiento de las inversiones, fortaleza de la economía en su conjunto y continuarán garantizando el sendero económico de alto crecimiento con estabilidad y generación de empleo”. Salvo que Peirano haya descubierto una nueva teoría económica, lo que la ciencia nos enseña es que a menor tasa de rentabilidad, menor inversión. Esto significa, en otras palabras, que si el Estado se apropia de la rentabilidad del sector agrícola, lejos de estimular la inversión, la espanta. Pero no solo espanta las inversiones en el sector agrícola, sino que el mensaje para todos los sectores productivos es: ojo, que si te va bien, el Estado te castiga con más impuestos.

Tampoco queda claro a qué sendero económico de alto crecimiento con estabilidad se refiere Peirano, salvo que realmente crea que es cierta la inflación que informa el INDEC.

También debería explicar Peirano por qué si el empleo está mejorando cada vez se ven más limpiavidrios en los semáforos. Todavía no me cierra esta baja en la desocupación con la creciente presencia de chicos que hacen malabarismos con pelotitas, vendedores de flores y otro tipo de rebusques que uno ve en las esquinas. ¿O será éste el tipo de trabajo que genera el nuevo modelo productivo?

El otro punto a considerar es por qué causa supone Peirano que los recursos manejados por los burócratas serán mejor asignados que si los manejara el sector privado. ¿Acaso los burócratas se sienten seres superiores e iluminados? ¿Se considerarán seres diferentes al resto del común de los mortales? ¿O será que al tener el monopolio de la fuerza se sienten con derecho a explotar en beneficio propio a quienes generan riqueza?

Como decía antes, estamos en presencia de una política económica basada en el manoteemos lo que hay y después vemos. Esto ocurrió con el problema energético, tema que por cierto parece ser tan urticante que hasta se le prohíbe hablar a los expertos por miedo a que hagan pública la realidad. Se congelaron las tarifas y se manoteó el stock de capital acumulado para financiar precios artificialmente bajos. Consumido gran parte del stock de capital, aparecieron los problemas. Ahora llegó el momento del después vemos y parece que no ven muy en claro para dónde ir.

Otro ejemplo es el de la inflación: manoteemos los índices de precios y después vemos qué hacemos con las subas. El después vemos está por llegar en cualquier momento, porque los dirigentes sindicales difícilmente se conformen con incrementos de salarios basados en los curiosos índices de precios que elabora el INDEC.

Contrariando el principio básico que rige en todas las economías prósperas, según el cual hay que ser previsible en las políticas públicas para atraer inversiones, el gobierno actual y su sucesora parecen querer inventar la pólvora pretendiendo basar el crecimiento en la imprevisibilidad de las reglas de juego.

El listado del manoteo es largo. Los mencionados temas energético e inflacionario son apenas dos puntos. La lista sigue con el tema fiscal, con el aumento descontrolado del gasto público y las nuevas subas de retenciones. No olvidemos el default del 42% de la deuda en pesos ajustable por CER como consecuencia del irreal Índice de Precios al Consumidor (IPC) que informa el INDEC (es decir, primero hicieron un festival de bonos ajustables por inflación y, cuando vieron que se les descontrolaba la cosa, inventaron una inflación menor). Tampoco se puede dejar de mencionar el caso de las jubilaciones que otorgaron a diestra y siniestra a gente que nunca había aportado al sistema y, cuando advirtieron que no podían financiarlas, pasaron compulsivamente al sistema de reparto a miles de personas que estaban en el sistema de capitalización para obtener sus recursos. Y, por último, recordemos la falta de previsión en el manejo de la deuda pública que hace que como los fondos no alcanzan para afrontar los vencimientos del próximo año y al tener cerrado el acceso al mercado financiero internacional se decida obligar a las AFJP a traer a la Argentina los fondos de los aportantes que están en el exterior, para luego imponerles la compra de nuevos bonos y financiar los vencimientos sin importar qué les puede pasar en el futuro a los actuales trabajadores. En fin, todo es improvisado, con un profundo desinterés por las consecuencias de las medidas que se adoptan y sólo concentrádose en los beneficios políticos de corto plazo.

Desafortunadamente, todo esto no será gratis. Los costos llegarán más tarde o más temprano. Y los que piensen que esta fiesta puede durar para siempre serán quienes más desprevenidos van a estar y mayores pérdidas van a sufrir el día que adviertan que nos están conduciendo hacia el ojo del huracán. © www.economiaparatodos.com.ar

Flogisto y salario mínimo


En el siglo XVII se acuñó la teoría del flogisto, una supuesta sustancia imperceptible, adherida a los materiales inflamables, y que se liberaba con la combustión, dejando así al material desflogistado, esto es, en su verdadero estado. Hoy esa teoría está absolutamente descartada. Suerte que tiene la física, porque en economía sobreviven teorías e ideas como la del flogisto, y no hay razonamiento alguno que las condene a ser meras entradas en las enciclopedias.


Miren, si no, el ejemplo de que imponer un salario mínimo eleva las remuneraciones más bajas justo hasta ese punto. Como el flogisto, parece una idea propia de la alquimia: la duplicación de los salarios por decreto. ¿Por qué quedarse en los 800 euros que ha propuesto Zapatero? ¿Por qué no imponer una base mileurista? ¿Quién se iba a preocupar de las hipotecas con esa capacidad para elevar nuestros salarios sin más que publicar un artículo en el BOE?

Quien defiende el salario mínimo no puede tener ninguna idea sobre cómo se forman los salarios. El empresario está dispuesto a pagar una cantidad al trabajador en función de lo que estima que vale la contribución de este a la producción (esto es, el valor descontado de su productividad marginal). Si esa estimación queda por debajo del salario mínimo, esa contratación sencillamente no tendrá lugar. Se generará paro y habrá proyectos que queden en el sueño de los emprendedores – y de los afiliados al INEM.

Claro está que estos frustrados trabajadores a quienes el Gobierno prohíbe llegar a ciertos acuerdos son mayoritariamente jóvenes e inmigrantes. Estos últimos ya están saliendo a la calle, pero no por voluntad propia. Según la última EPA el desempleo entre extranjeros ha crecido un 24 por ciento en un año. Un SMI de 800 euros dejará esa tasa en ridículo.

En el caso de los jóvenes, muchos valoran más lo que ganan de capital humano por medio de la experiencia que el salario, y los estudios muestran que los salarios mínimos reducen las rentas futuras de los jóvenes, por la experiencia no ganada.

Lo más sorprendente es que este dislate sea un reclamo electoral.

El capitalismo es cosa de pobres

19/09/2007 - María Blanco

Todos los años por estas fechas, cuando comienza el curso académico, se repite la misma escena. Un profesor pregunta a sus alumnos: "¿Cuál es el problema básico que estudia la economía?". Alguno de ellos, en representación del resto responde: "La escasez". Claro, si todo fuera abundante no habría pobreza, penuria, hambre... los economistas no tendríamos trabajo. Y, así, tontamente, el mal está hecho.


En realidad, el problema económico básico, si se pueden simplificar tanto las cosas, no es la escasez, sino qué haces con ella. El matiz es revelador.

Cuando se dice que la economía es la ciencia del fracaso porque no ha sido capaz de acabar con la pobreza se distorsiona el enfoque. Si no estuviéramos tan acostumbrados a hablar en estos términos y le echáramos imaginación podríamos pensar que se trata de una pelea de superhéroes. La Economía con sus superpoderes no ha sido capaz de acabar con la Pobreza, malvada supervillana que azota a medio mundo. Lo cierto es que la pobreza es una ficción. Lo que existe en la realidad son pobres, es decir, personas que no tienen recursos para sobrevivir. Cuando los economistas nos preguntamos qué hacer para acabar con la pobreza obviamos que quienes tienen que hacer algo son los pobres y que se trata de que puedan efectivamente emprender acciones que les saquen de esa situación. Y para eso, si hay algo que los economistas podemos hacer, es dejar que se hagan responsables de su futuro, es decir, darles la libertad de elegir cómo quieren salir.

Los especialistas que estudian la pobreza desde sus despachos me dirán que hablar de libertad de elegir refiriéndome a los pobres es cuando menos obsceno. Pero, muy al contrario, ese es precisamente el problema. Generaciones de miseria condicionan la manera de afrontar la vida; el papel del ahorro cuando la muerte está a la que salta no tiene mucho sentido. No es que los pobres no sean capaces de ahorrar. Lo son, pero solamente cuando son capaces de vislumbrar el día de mañana. Y tal vez ese es el ámbito de la ayuda: las expectativas de beneficio se crean en el mercado sobre la base de la propiedad privada. Abrámosles las puertas.

Una vez que hay posibilidad de futuro, se trata de que decidan en qué emplean su tiempo-dinero-energía, libres de deberes para con un general corrupto, un monopolio que disfruta de la alianza con los políticos y destruye la competencia o para con determinadas instituciones de los países pudientes que, con el pretexto de la solidaridad, aumentan la carga de las familias a quienes se supone que van dirigidas sus acciones caritativas. La ayuda crea deuda. Eso no lo dicen los burócratas cuando presentan sus informes sobre los remedios para la pobreza. Ni qué parte del presupuesto se queda por el camino o si es un pago para que alguna empresa de nuestro país consiga una contrata o venda armas medio obsoletas y afiance al general corrupto en el poder. Eso es lo que impide que afloren empresarios oriundos y que el capitalismo, por fin, triunfe en los países pobres. Y cuando hablo de capitalismo, no hablo de un superhéroe, hablo de gente que quiere lucrarse, gente que quiere ganar dinero con su negocio y que para ello arriesga, compite y trabaja. Así de simple.

William Nassau Senior decía que el Estado, en la medida que evita que los menos previsores sufran las consecuencias y los más trabajadores y capaces disfruten de su recompensa, fomenta la holgazanería y agrava la pobreza.

Yo añadiría que, en nuestros días, la principal fuente de corrupción son aquellos gobiernos que, no contentos con robar a los pobres propios, roban también a los ajenos. El sistema político en el que vivimos fomenta que las personas que hay detrás de la institución del "Gobierno" tengan incentivos para obtener beneficios mintiendo y engañando. Como dice la canción: no es ningún trofeo noble. Y, sin embargo, el coste de oportunidad de persistir en este comportamiento disminuye a medida que aumenta el número de personas involucradas. Además, los ciudadanos no vamos a protestar cuando en la etiqueta del "pastel" pone "ayuda al desarrollo". El círculo se cierra.

Mientras unos no tengan posibilidad de ser capitalistas (es decir, personas libres con ánimo de lucro) y los otros sigan teniendo incentivos para frenarles el camino, seguirán muriendo personas de hambre. Sencillo, ¿no? Henry Hazlitt lo deja aún más claro en su libro The Conquest of Poverty. En él repasa los falsos remedios que se predican desde los despachos como pócimas milagrosas: las leyes de pobres, la promesa de un puesto de trabajo, la contraproducente lucha de los sindicatos, y así hasta llegar al Estado del bienestar. Hazlitt apunta dos falacias que aún hoy siguen vigentes en el estudio de la pobreza. La primera, que no se ayuda realmente si el remedio es a corto plazo o apunta a un grupo seleccionado de personas. Las consecuencias a largo plazo o para el resto de los desfavorecidos suele ser la opuesta a la prevista. La segunda: no hay tal cosa como una cantidad fija de riqueza para repartir entre todos, que es producida por una cantidad fija de capital y una cantidad fija de trabajo. La economía es dinámica. No se trata, por tanto, de producir hasta que haya suficiente para todos. Se trata de dejar que cada cual produzca para sí. De permitir que el ánimo de lucro arraigue entre los pobres y les lleve a salir por sí mismos de la pobreza. Se trata de propiedad privada y libre mercado.

Programa interesante.

El mundo liberal de Harry Potter


Me regalaron los cuatro primeros libros de Harry Potter antes de que su extraordinario éxito en Gran Bretaña se contagiara a nuestro país. Siendo libros para niños, casi hasta me ofendió el regalo, digno como es uno. Pero no tenía razón para ello, pues esta serie de novelas de corte fantástico narran unas historias muy entretenidas, que recuperan un estilo de aventuras clásico, en el que un niño "elegido" lucha contra el más malvado de los villanos.


Pero Harry Potter tiene otro punto a favor y es que dibuja un mundo en el que los liberales viviríamos con gusto. En él, el comercio es visto favorablemente, puesto que los lugares más fascinantes son el Callejón Diagón, una suerte de centro comercial para magos situado en Londres, y Hogsmeade, el único pueblo habitado únicamente por magos y lleno de comercios realmente fascinantes. El mismo protagonista se comporta como un capitalista, invirtiendo en el futuro negocio de dos alumnos del colegio, emprendedores que desean ganarse la vida con sus bromas.

También, aunque quizá sea anecdótico, todo ese comercio es llevado a cabo a través de un dinero no controlado por banco central alguno. Son monedas de oro, plata y cobre, con las que todos los personajes, pese a sus poderes, deben comprar sus libros, varitas, escobas y demás objetos de uso común entre los magos, por supuesto en tiendas privadas. Guardan su dinero en un banco regido por goblins, no por el Estado, y no hay constancia de que Harry tuviera que pagar ningún impuesto de sucesiones por el tesoro que le dejan sus padres al morir.

Por último, y quizá más importante, el Estado está representado por un escuálido Ministerio de Magia, cuyas únicas funciones parecen ser perseguir criminales y evitar que los muggles (o personas no mágicas) se den cuenta de que existen magos en sus vecindarios para que éstos puedan vivir tranquilos. Es más, el ministro, un pomposo llamado Cornelius Fudge, hace todo bastante mal y resulta un personaje bastante ridículo. E incluso, cuando llega el momento de mayor peligro, cuando el malo (que lo es por su ansia de poder y no por traumas infantiles) regresa al mundo de los vivos, decide negar esa evidencia e incluso imponer su posición en el periódico oficial de la Inglaterra mágica, el Daily Prophet. Lo hace por temor a perder su puesto, poniendo por ello en peligro la vida de sus conciudadanos. Esa es la idea que Rowling ofrece a nuestros niños de los políticos.

Esta desconfianza hacia el Estado continúa en el quinto libro, donde el hilo argumental que más presencia tiene a lo largo de sus 766 páginas es el incierto presente y futuro del colegio Hogwarts. Éste siempre había sido un colegio privado, sobre cuyos profesores y programas el gobierno no tenía casi control. En "La orden del fénix" vamos asistiendo a una serie de decretos del Ministerio de Magia, por las que poco a poco va haciéndose con el control de la escuela… arruinando de paso la educación de los jóvenes magos.

No obstante, esta serie es, sobre todo, literatura fantástica para niños muy bien escrita, con personajes interesantes y bien descritos, con relaciones razonablemente creíbles entre ellos. Niños magos que viven aventuras, pero que te crees que son niños. Pero, si encima viven en un mundo liberal, ¿para qué quejarnos?

Hillary y los elefantes

18/10/2007 - María Blanco

De todo el panorama electoral de Estados Unidos, Hillary Clinton aparece como la única opción femenina. Pero para las mujeres liberales es, precisamente, la peor opción.

En primer lugar, el contenido de su agenda política implica un aumento del gasto público. Eso no es nuevo, ni entre los candidatos demócratas ni entre los republicanos, con la heroica excepción de Ron Paul.


Pero, además, la estrategia de Hillary es manipuladora, sexista y dolorosamente familiar. Su aparición en New Hampshire con Kim, una madre ejemplar, y Ashley, su hija adolescente, es el mejor ejemplo. La madre explicaba lo preocupada que estaba por el futuro de su niña y que estaría dispuesta a perder su casa para darle la mejor educación. Por supuesto, Hillary hizo notar que "como madre" aquello le afectaba especialmente. Eso es utilizar su sexo con fines electorales. Como salir desnuda en los carteles pero más sutil. Pero ahí no acaba todo. Desde luego, la presunta futura-primera-presidenta les contó a la esforzada madre y a su hija los planes de expansión de gasto público en educación previstos por su partido. El menú político demócrata incluye medidas para que nadie tenga que respaldar la educación de los hijos con su casa. La madre, emocionada, expresó su satisfacción: "Oyendo lo que dice, me siento más esperanzada". Aplausos. Fin del show.

Consciente del tirón que tiene la posibilidad de ser la primera mujer en lo que sea, Hillary no siente pudor y declara públicamente que cuando se acerca a la gente en medio de la campaña, dando la mano a los futuros votantes le emociona ver a padres y madres con niñas pequeñas a las que les dicen: "¿Ves, cariño? Puedes llegar a ser lo que te propongas."

Los electores americanos y los analistas políticos del resto del mundo se preguntan si los Estados Unidos están preparados para tener una mujer al mando. Hay cierta expectación al respecto... supondría un gran paso para nosotras, sea del bando que sea. Sin embargo, las mujeres deberíamos tener en cuenta el papelón en el que nos pone una presidenta como ella. Manipuladora, intervencionista, capaz de cualquier cosa por mantenerse en el poder, como, por ejemplo, montar el espectáculo de New Hampshire con una activista voluntaria demócrata (Kim) y su hija, haciéndose la sorprendida cuando Kim le contaba los detalles de su historia, mientras los leía en la ficha que tenía delante... Eso es mentir. ¿Como todos los políticos? No. Con el añadido de ser pionera. Eso justifica que se dispare el ingenio femenino para alcanzar a cualquier precio su objetivo. ¿Queremos una persona para la que todo vale como representante de la lucha de la mujer por ocupar el puesto más alto? Yo no. Así, no.

Contaba Bastiat en El Cristal Roto cómo el buen economista es aquel que no se queda en lo evidente sino que sabe analizar lo que no se ve. Y detrás de esta actitud manipuladora de Clinton, detrás de su ansia de poder, está la propuesta intervencionista demócrata. Lo que no se ve del gasto público, por un lado, es quién lo paga. Lo pagan todos los contribuyentes. Pagan para que Kim no tenga que decidir si arriesga su casa o no, para que nadie tenga que arriesgar ni decidir nada. Para que el Estado lo controle todo y se haga con la responsabilidad individual.

Y precisamente este es el segundo aspecto que oculta el gasto público: el control enfermizo del ciudadano. Cuanto más se controla, por absurdo e inútil que sea (como explicaba Jorge Valín), más se refuerza la sensación de éxito.

Un viejo chiste explica cómo funciona esta obsesión. Un psiquiatra y su paciente conversan:

– ¿Por qué agita las manos?

– Para espantar a los elefantes

– ¿Qué elefantes? No veo elefantes por ningún sitio

– ¿Ve usted cómo funciona?

De esta forma, los estatistas pretenden que la intervención funciona apoyándose en los éxitos de la iniciativa individual y del libre mercado del sistema mixto. Probablemente es uno de los motivos para defender el capitalismo de estado o socialismo de mercado, poder disfrutar de las ventajas del mercado y atribuir sus logros a la regulación. Las propuestas socialistas demócratas (o republicanas) no son feministas, son una manera de espantar elefantes invisibles.

Hillary Clinton no representa a las mujeres americanas, sino la obsesión por el control de los gobernantes de hoy en día. Control de las inversiones, de los datos de los inversores, del esfuerzo de quienes trabajamos, de las huellas dactilares de los ciudadanos, control de los errores o de los aciertos individuales. Control disfrazado de buenas intenciones, que esconde nada más que interés en ser reelegido; en este caso, interés por pasar a la historia, no solamente como la primera dama que aguantó la humillación de ser corneada ante los ojos del mundo, sino como la primera mujer presidenta de los Estados Unidos de América.

Eramos tan pobres...

Disculpen la extensión del siguiente extracto de “El manual del perfecto idiota latinoamericano”. Es que es imperdible. Decidí postearlo por la increíble creencia que domina en muchas personas, lo cual me volvió a la luz luego de un breve intercambio de palabras con un conocido que ahora está en España: Martín.

SOMOS POBRES: LA CULPA ES DE ELLOS

El subdesarrollo de los países pobres es el producto histórico del enriquecimiento de otros. En última instancia, nuestra pobreza se debe a la explotación de que somos víctimas por parte de los países ricos del planeta.

Como ilustra esta frase, que podría pronunciar nuestro idiota, la culpa de lo que nos pasa no es nunca nuestra. Siempre hay alguien —una empresa, un país, una persona— responsable de nuestra suerte. Nos encanta ser ineptos con buena conciencia. Nos da placer morboso creernos víctimas de algún despojo. Practicamos un masoquismo imaginario, una fantasía del sufrimiento. No porque la pobreza latinoamericana sea irreal —bastante real es ella para los pueblos jóvenes de Lima, las favelas de Río o los caseríos de Oaxaca— sino porque nos encanta culpar a algún malvado de nuestras carencias. Mr. Smith, ejecutivo de una fábrica de bombillos de Wisconsin, es un canalla que nos hunde en el hambre, un bandolero responsable de que el per cápita de Honduras sean mil miserables dólares anuales (eso sí, nuestras cifras macroeconómicas están bien contaditas en dólares, no faltaba más). Mrs. Wayne, una corredora de bienes raíces en Miami, es una amante de lo ajeno, capaz de las peores inquinas, como la de tener a doce millones de peruanos sin un empleo formal. Mr. Butterfly, un fabricante de microprocesadores de Nueva York, vive atormentado pensando que Hades lo espera en el más allá, pues debe su imperio de varios miles de millones de dólares a los Tratados de Guadalupe-Hidalgo que en 1848 hurtaron a México más de la mitad de su territorio para entregárselo a Estados Unidos.


Si este onanismo del sufrimiento fuera autóctono, quizá sería hasta simpático, un elemento entre otros de nuestro folklore político. Pero resulta que es importado de Europa, concretamente de una corriente de pensamiento que buscó, a comienzos de siglo, justificar el fracaso de la predicción marxista revolucionaria en los países ricos con el argumento de que el capitalismo seguía con vida por obra del imperialismo. Esta deslumbrante reflexión cobró más fuerza aun con los independentismos de la posguerra, cuando todas las colonias liberadas de sus amos creyeron necesario odiar la riqueza de los ricos para sentirse más independientes. Figuras por otra parte respetables como el pandit Nehru o Nasser, y luego algunos distinguidos gorilas que se apoderaron de ciertos gobiernos africanos, expandieron urbi et orbe el culto contra los ricos. América Latina, siempre tan original, hizo suya esta prédica y la metió hasta en los resquicios más hondos de la academia, la política, las comunicaciones y la economía. Hicimos nuestro aporte a las esotéricas teorías de la dependencia, y figuras como Raúl Prebisch y Henrique Cardoso les dieron respetabilidad intelectual.

Para empezar, el pobre Marx debe de haber dado brincos en la tumba con estas teorías. Él nunca sostuvo semejante tesis. Más bien, elogió el colonialismo como una forma de acelerar en los países subdesarrollados el advenimiento del capitalismo, que era el indispensable paso previo del comunismo. Pocos hombres han cantado con tanto ímpetu las glorias modernizadoras del capitalismo como Marx (y eso que no alcanzó a ver a Napoleón en un CD-ROM o a enviarle un fax a su amigo Engels). Jamás se le habría ocurrido pensar al padre intelectual del culto contra los ricos que la pobreza de América Latina era directamente proporcional a, y causada por, la riqueza norteamericana o europea.
A esta ideología nadie la bautizó tan bien como el venezolano Carlos Rangel: tercermundismo. Y nadie como el francés Jean-Francois Revel ha definido su finalidad: «el objetivo del tercermundismo es acusar y si fuera posible destruir las sociedades desarrolladas, no desarrollar las atrasadas».

La simple lógica ya sería suficiente criterio para invalidar la afirmación de que nuestra pobreza es la riqueza de los ricos, pues es evidente que si la riqueza es una creación y no algo ya existente, la prosperidad de un país no es producto del hurto de una riqueza instalada en otro lugar. Si los servicios, que constituyen las tres cuartas partes de la economía norteamericana de hoy, no usan materias primas latinoamericanas ni de ninguna otra parte, ¿cómo podrían, sin que medie el birlibirloque, ser el resultado de un saqueo de nuestros recursos naturales? Si los seis billones (trillions, en inglés) de dólares anuales que produce la economía de los Estados Unidos son ocho veces lo que producen, combinadas, las tres mayores economías latinoamericanas (los «gigantes» Brasil, México y Argentina), para que la premisa fuera cierta habría que demostrar que alguna vez esas tres economías juntas, por ejemplo, produjeron ocho veces más de lo que producen hoy en día, y que, sumadas, alcanzaban una cifra parecida a los seis billones de dólares. Si escarbamos un poquito en el pretérito, veremos que seis billones de dólares es una noción tan extraña para nuestras economías actuales o pasadas como puede serlo la soledad para un chino o para un esquimal el infierno...

Podría siempre alegarse, claro, que no es justo hacer esta comparación porque no es que Estados Unidos haya robado exactamente todo lo que produce, sino que se embolsilló los recursos esenciales y luego construyó sobre ellos una riqueza propia. Si se alegara esto, automáticamente quedaría invalidada toda la premisa de que nuestra pobreza se debe a la explotación de que somos víctimas, ya que ella descansa enteramente sobre la idea de que la riqueza no se hace sino que se reparte, pues ya existe. Si no existe, se crea, y si se crea, la riqueza de ningún país es esencialmente la pobreza de otro. Incluso los peores coloniajes desde el Renacimiento hasta nuestros días han transferido al país-víctima instrumentos —conocimientos, técnicas— que le han permitido algún desarrollo (por lo menos económico, ya que no político e intelectual). ¿Qué sería hoy la economía latinoamericana comparada con la de los países prósperos si ella no hubiese tenido contacto con la economía de los caras-pálidas? Cuesta trabajo creer que la producción combinada de México, Brasil y Argentina sería hoy sólo ocho veces menor que la de Estados Unidos. Los peruanos a lo mejor seguirían frotándose las manos frente a las virtudes agrícolas de los andenes serranos, notables inventos para la época precolombina pero no exactamente precursoras de, por ejemplo, la máquina de vapor o el motor de combustión (para hablar de inventos capitalistas bastante anticuados).

¿Significa esto que no hubo despojos en la era colonial ni injusticias imperialistas en la republicana? Sí, las hubo, pero esos hechos tienen tan poca relación con nuestra condición actual de países subdesarrollados como la que tienen nuestros intelectuales con el sentido común. Seguíamos siendo, como región, mucho más prósperos que Estados Unidos cuando nuestros criollos, enfrentados a ejércitos reales llenos de indios, cortaron amarras con la metrópolis, es decir después de producidos todos los despojos de la era colonial. Por lo demás, España malgastó el oro que se llevó consigo en inútiles guerras europeas en vez de usarlo productivamente, por lo que no podemos, si queremos evitar volver al kindergarten, achacar su relativa prosperidad actual a semejante factor. Algún contable peruano, con paciencia patriótica, ha calculado lo que en términos actuales sumaría todo el despojo aurífero colonial (la oportunidad de esta operación no pudo ser mejor: la Exposición de Sevilla en 1992). España y Portugal, poderes coloniales por excelencia, están entre los países menos ricos de la Unión Europea, mientras que Alemania, el gran motor de ese continente, no fue una potencia colonial (por lo demás, empezó su desarrollo a comienzos de este siglo, y desde entonces hasta la fecha aventuras colonialistas como la de Hitler le trajeron, en lo económico, muchos más perjuicios que beneficios). El colonialismo practicado por la URSS no logró desarrollar a ningún país y por eso la economía cubana, privada ya de la teta soviética —un subsidio de más de cinco mil millones de dólares al año—, pide de rodillas que le traigan divisas de fuera, iniciando un culto místc0 de dimensiones escalofriantes al Dios-dólar encabezado por el propio comandante Castro.

Cuando se habla de la responsabilidad del colonialismo y la explotación de países débiles por parte de países fuertes se suele hablar de siglos más o menos recientes. Es una trampa conveniente. Contar sólo a partir de la era moderna a la hora de tratar de establecer relaciones de causa y efecto entre la riqueza de los colonizadores y la pobreza de los colonizados es desconocer que el colonialismo es una práctica tan antigua como la humanidad. Que se sepa, en la antigüedad o en la Edad Media ninguna región del mundo cuyo pueblo conquistó a otro logró un desarrollo comparable al capitalismo.

Entre los países más sorprendentes por su desarrollo en los últimos tiempos hay algunos que no tenían recursos naturales importantes cuando alzaron vuelo ni conquistaron a nadie. Corea del Sur, al final de la guerra coreana, quedó despojada de toda industria, pues ésta estaba en el norte. Singapur no tenía recursos naturales y carecía de tierra cultivable. Ambos —se está volviendo aburrido citar a los dragones a cada rato, pero qué remedio— han logrado en pocas décadas un despegue económico que no han conseguido países latinoamericanos mucho más ricos en materias primas. Los países de la Comunidad de Estados Independientes (antigua Unión Soviética) tienen, en cambio, todos los recursos naturales del mundo y se ahogan todavía en el subdesarrollo.

Durante los primeros treinta años de este siglo Argentina era una potencia mundial en materia económica, mucho más aventajada que buena parte de los países europeos que hoy la superan, y en los sesenta años que median entre entonces y hoy no puede sostenerse sin vergüenza que Argentina haya sido víctima de colonialismos y explotaciones significativas. La historia reciente de América Latina está llena de revoluciones justicieras, como la mexicana, la del Movimiento Nacional Revolucionario en Bolivia, la de Juan Velasco en Perú y la de Fidel Castro en Cuba, todas las cuales insurgieron contra el entreguismo y el imperialismo económico. Al final del proceso, ninguno de los cuatro países estaba mejor que cuando empezó (en el caso de México puede decirse que sólo mejoró relativamente cuando la Revolución, dúctil como la plastilina, mudó convenientemente sus principios y se volvió entreguista...).

Al no ser la riqueza un recurso o una renta eterna, de nada serviría que repartiésemos la prosperidad de Estados Unidos entre todos los latinoamericanos. Ella se evaporaría inmediatamente, pues la simple transferencia de esa prosperidad no habría resuelto el problema esencial: cómo crearla todo el tiempo. Si los habitantes de América Latina se quedaran con la renta per cápita de Estados Unidos, a cada uno le correspondería, por tener nosotros poco menos del doble de habitantes que ellos, alrededor de diez mil dólares anuales. Si los latinoamericanos nos apropiáramos esa renta todos los años, al cabo de un lustro estaríamos en una situación no mucho mejor a la actual, pues dicho dinero no habría creado ni empresas ni los puestos de trabajo necesarios (descartando que se hubiese invertido pues ello desmentiría el axioma de que la riqueza no se crea sino que se roba). No habríamos dejado atrás el subdesarrollo. A nuestros vecinos del norte, mientras tanto, les quedarían dos opciones a lo largo de esos cinco años: ponderar las virtudes de la autofagia o —perspectiva menos indigesta— ponerse a trabajar para duplicar la renta de tal modo que, despojados de la renta actual de veintiún mil dólares anuales, volviesen a disfrutar de una renta similar a la actual.

Las empresas transnacionales saquean nuestras riquezas y constituyen una nueva forma de colonialismo.

Uno se pregunta por qué para saquear nuestras riquezas las potencias como Estados Unidos, Europa y Japón utilizan un mecanismo tan extraño como el de las transnacionales y no una fórmula más expeditiva, como un ejército. Es un misterio la razón por la que estos ladrones de riqueza ajena gastan dinero en hacer estudios, construir plantas, trasladar maquinaria, tecnología y gerentes, promover productos, distribuir mercancía y emplear trabajadores, para no hablar de las coimas de rigor, indispensable elemento de los costos operativos. Es aún más extraño el hecho de que en tantos de estos casos las buenas utilidades muchas veces sirven para hacer que estos enemigos de nuestra prosperidad gasten más dinero en ampliar su producción. ¿Por qué no evitar toda esta onerosa pantomima y enviar de una vez a la soldadesca para cargar, a punta de carajos, con nuestra cornucopia?

Por una sencilla razón: porque una corporación transnacional no es un Estado sino una empresa, totalmente incapaz de usar la fuerza física contra ningún país. Aunque en el pasado meterse con una empresa transnacional estadounidense en América Latina podía traer represalias militares, hace ya varias décadas que no es así. Las empresas vienen cuando se les permite venir, se van cuando se las obliga a irse. Lo raro es que sigan viniendo a nuestros países pese a haber sido tantas veces en el pasado reciente obligadas por nuestros gobiernos a liar bártulos. Con curiosa testarudez el capital extranjero vuelve allí donde ha recibido las peores zancadillas. Le gusta que lo azoten. Es más masoquista que los héroes del Marqués de Sade.

Claro, una empresa transnacional no es un fondo de caridad. No regala dinero a un país en el que invierte, precisamente porque eso es lo que hace: invertir, actividad que no puede desligarse del objetivo, perfectamente respetable, de conseguir beneficios. Si la General Motors o la Coca-Cola se dedicaran a montar toda la costosa cadena de producción antes señalada y no quisieran un centavo de utilidad por ello, habría que perderles el respeto ipso fado. Si ellas se dedicaran a la filantropía, desaparecerían en muy poco tiempo.

Lo que hacen, más bien, es buscar ganancias. El mundo se mueve en función de la expectativa de obtener beneficios. Todo el andamiaje moderno reposa sobre esa columna. Hasta la ingeniería genética y la biotecnología, que son en última instancia nada menos que experimentos manipuladores de los genes humanos y animales, sólo pueden a la larga dar los resultados médicos deseados si las compañías que invierten fortunas en la investigación científica creen que podrán obtener ganancias {es por eso que existe hoy algo tan controvertido como patentes de genes humanos). A lo mejor algún día la ingeniería genética producirá un intelectual latinoamericano capaz de entender que la búsqueda del beneficio es sana y moral.

A nosotros nos conviene —y esto está al alcance del más oligofrénico patriota— que esas empresas instaladas en nuestros países obtengan beneficios. Es más: conviene que ganen miles de millones, y, si fuera posible, también billones de dólares. Ellas traen dinero, tecnología y trabajo, y todo el beneficio que obtengan vendrá de haber logrado dar salida a los bienes y servicios que produzcan. Si esos bienes los venden internamente, el mercado local habrá crecido. Si se exportan, el país habrá logrado una salida para productos locales que de otra forma no habría conseguido, beneficiándose con la decisión que tomará la empresa de mantener e incluso expandir sus inversiones en el país donde ha instalado sus negocios. Para cualquier bípedo en uso de razón todo esto debería ser más fácil de digerir que la lechuga.

Las grandes fabricantes de autos, por ejemplo, han anunciado que quieren que Brasil sea algo así como la segunda capital de su industria en el hemisferio occidental para fines de este siglo. ¿Qué significa? Significa, exactamente, que quieren duplicar la producción de automóviles, lo que requerirá, de parte de estos monstruos multinacionales, una inversión total de doce mil millones de dólares. La Volkswagen, Satán del volante, hambreadora de nuestros pueblos, piraña de nuestro oro, meterá en aquel desdichado país —horror de horrores— 2.500 millones de dólares antes de fin de milenio para aumentar a un millón el número de vehículos que produce. La Ford, Moloc en cuyo altar sacrificamos a nuestros niños, ha anunciado, por su parte, otros 2.500 millones de dólares de inversión. Y así sucesivamente. La General Motors, empresa que sin duda nació para dragar nuestra dignidad y despojarla de sustancia, nos odia tanto que emplea a cien mil personas en México, Colombia, Chile, Venezuela y Brasil. La francesa Carrefour, verdadero Napoleón imperial del capital extranjero, nos inflige veintiún mi] empleos en Argentina y Brasil, que son menos de la mitad de los que nos impone, despiadadamente, la Volkswagen en Argentina, Brasil y México.

Hasta 1989 había lo que llamábamos «fuga de capitales» en América Latina. Hechas las sumas y las restas, el dinero que sacaban nuestros capitalistas era mayor que los dólares que venían de fuera para ser invertidos en América Latina. En ese año, precisamente, la «fuga» —qué manía de usar palabrejas sacadas del vocabulario policial para hablar de economía— sumó unos 28.000 millones de dólares. La situación de hoy, un lustro más tarde, es la contraria. En 1994 alrededor de 50.000 millones de dólares vinieron a América Latina empaquetados con un lacito del que colgaba una tarjeta con el nombre de «capital extranjero». Por tanto, el «saqueo» es reciente. Jamás en la historia republicana de América hubo semejantes cataratas de capital extranjero. Y eso que 1994 supuso una caída de alrededor del treinta por ciento en materia de inversión extranjera con respecto al año anterior, dadas las veleidades políticas mexicanas, efecto que redujo aún más la cifra en 1995. Estos altibajos inversionistas muestran, por lo demás, que nada garantiza el interés del dinero de los forasteros por nuestros mercados. Los dineros, como las chicas coquetas, se hacen rogar.

Resulta que un vistazo rápido a las quinientas empresas más grandes de América Latina constata —¡oh! ¡oh!— que mucho menos de la mitad de ellas son extranjeras. En 1993 sólo 151 de esas 500 eran extranjeras, lo que significa que 349 de las más grandes empresas de América Latina eran —son— eso que nuestros patriotas llaman «nacionales». En esta era de apertura al capital extranjero, de entreguismo e imperialismo generalizado, resulta que todavía ni la mitad de las empresas que más dinero mueven son provenientes de las costas del enemigo, sino nuestras. ¿Qué quiere decir esto? Primero, que si alguien saquea nuestras riquezas, los principales saqueadores no son las multinacionales extranjeras. Segundo, que al abrirse una economía al capital extranjero también se beneficia, siempre y cuando haya unas condiciones mínimamente atractivas, la inversión local, en un juego de poleas que va sacando del pozo al conjunto del país. No interesa si la empresa es nacional o extranjera: el movimiento general de la economía empuja hacia adelante al país en el que el conjunto de esas compañías, nacionales y extranjeras, opera. Tercero, que nuestro problema es todavía —a pesar de todo— cómo conseguir que más capital extranjero venga para acá, en vez de irse, como se sigue yendo, a otras partes (Asia, por ejemplo). Si a alguien podemos acusar de imperialismo económico es a las propias empresas latinoamericanas que están inundando países de la mismísima Latinoamérica. Un verdadero alud de inversiones de capitales latinoamericanos está recorriendo los diversos países entre Río Grande y Magallanes. Esto es lo que permite que los chilenos manejen fondos de pensiones privados en el Perú, por ejemplo. O que Embotelladora Andina de Chile haya comprado la embotelladora de la Coca-Cola en Río de Janeiro. O que Televisa haya adquirido una estación de televisión en Santiago. Ya no podemos acusar a los países desarrollados de monopolizar la inversión extranjera: nosotros mismos nos hemos vuelto compulsivos inversionistas extranjeros en la América Latina.

Hace unos cinco años nuestro problema no era el capital extranjero sino la falta de capital extranjero. Hoy, hay que lamentar que no haya 100.000 o 200.000 millones de dólares de inversión extranjera. Nuestro problema no es que el quince por ciento del total de las inversiones japonesas en el exterior venga a América Latina, sino que sólo el quince por ciento, y no el cuarenta o cincuenta por ciento, tenga ese destino. A comienzos de los noventa, un quince por ciento de las inversiones extranjeras de capitales españoles hacía las Américas. Lo que debería enfadarnos de la madre patria es que las inversiones no fueran mayores.

Mucho del capital extranjero va a las bolsas de valores y sale pitando en cuanto una crisis le pone los pelos de punta (como la devaluación del peso mexicano a principios de 1995 con su consiguiente «efecto tequila» en países como Argentina, o, ese mismo año, la guerrita entre Perú y Ecuador), Significa que esos dólares aún no tienen en nosotros suficiente confianza, que todavía están metiendo en nuestras aguas sólo la puntita del pie. Al ser esto así, ¿cómo denunciar un expolio? El problema, más bien, es que esas inversiones no se quedan. ¿Que muchos dólares son especulativos? Sí, pero son dólares. Ellos hacen respirar nuestra economía y proveen de fondos a nuestras empresas. De paso, sus efectos macroeconómicos no son poca cosa: compensan en muchos casos nuestras deficitarias balanzas comerciales, ayudando a evitar devaluaciones masivas que podrían disparar la inflación. Y, por último, contagian confianza a otros forasteros con bolsillos llenos.

La inversión extranjera no ha sacado por sí sola a ningún país de la miseria. Mientras no se desarrolle un mercado nacional fuerte, con ahorro e inversión doméstica, dentro de una cultura de libertad, ello no será posible. Pero la inversión extranjera, en este mundo de competencia frenética y de geografías universales, es una de las formas de enganchar con la modernidad. Los progresistas de este mundo quisieran regresarnos a las comunidades autárquicas del Medievo. El progresismo es ciencia ficción hecha política: turismo hacia el pasado.

Nuestra pobreza está estrechamente relacionada con el progresivo deterioro de los términos de intercambio. Es profundamente injusto que tengamos que vender a bajo precio nuestras materias primas y comprar a alto precio los productos industriales y los bienes de equipo fabricados por los países ricos. Es necesario crear un nuevo orden económico más equitativo.

Es injusto también que el cielo se vea azul y que las iguanas sean bichos feos. La diferencia es que las injusticias naturales como éstas no tienen remedio. Sí lo tienen las humanas, a condición de no poner «cara de yo no fui» a cada torpeza cometida por nuestros dirigentes. Ahora resulta que el comercio, en América Latina, es una expresión del vasallaje al que, casi dos siglos después de la independencia, estamos sometidos con respecto a las grandes potencias. Olvidamos que hacia fines del siglo pasado —1880, por ejemplo—, muchas décadas después de la Doctrina Monroe, América Latina tenía una participación en el comercio mundial parecida a la de Estados Unidos. Hasta 1929. muchos años después de algunos merodeos militares norteamericanos por nuestras tierras y de dictada la Enmienda Platt —limitación a la soberanía cubana impuesta por el Congreso norteamericano en 1901—, la cuota de exportación de nuestros países era un diez por ciento del total mundial, cifra nada desdeñable para naciones esclavizadas por la potencia emergente del Norte y por las tradicionales de allende el Atlántico. En esas épocas en que nuestra vulnerabilidad militar y política era bastante mayor frente a las grandes potencias, nuestra capacidad de exportar era, comparativamente hablando, más grande que la actual. El mundo necesitaba nuestros bienes y, en el tráfico comercial del planeta, contábamos para algo. Los beneficios económicos que obteníamos de esas ventas eran considerables porque, al estar altamente valorados nuestros productos a ojos de quienes los compraban, la demanda —y por ende los precios— eran respetables. ¿Qué culpa tienen los países ricos de que desde entonces los productos de la América Latina hayan dejado de ser tan apreciados como lo eran en la primera mitad de este siglo? ¿Qué culpa tiene el imperialismo económico de que en el mercado planetario los productos que ofrecemos tengan menor interés del que tenían, a medida que las necesidades de los compradores cambiaban? ¿O la dignidad de América Latina pasa por condicionar desde el viejo mundo el paladar del resto de la humanidad? En la inmediata posguerra, cuando nació ese organismo con nombre de felino ampliamente citado, y hoy reemplazado por otro, que se llamaba GATT, el grueso del comercio mundial eran las materias primas, de las cuales teníamos bastantes, y manufacturas, que por alguna razón no nos daba la gana producir. Hoy, eso ha cambiado violentamente, a medida que los servicios han hecho su entrada huracanada en nuestras vidas. Ellos ya constituyen la cuarta parte del comercio de todo el mundo y muy pronto constituirán la tercera. En países como Estados Unidos, por ejemplo, los servicios va copan tres cuartas partes de la economía, lo que deja en ridículo cualquier afirmación de que la prosperidad norteamericana está en relación con los términos del intercambio con América Latina. En un mundo donde gobiernan los servicios nuestros productos dejan de ser atractivos cada segundo que pasa. Nuestro lamento, pues, no debe ser que nos compran barato y nos venden caro sino que, si seguimos con mentalidad de holgazanes exportando esencialmente aquellas cosas que la naturaleza pone generosamente en nuestras manos, podríamos llegar a ser totalmente prescindibles como oferentes de bienes en el mercado internacional. La amenaza, estimables idiotas, no es el vasallaje sino la insignificancia.

Debemos dar gracias al cielo porque este tránsito de la economía industrial a la de servicios haya sido relativamente reciente. Ello hizo que durante algunas décadas nuestros productos tradicionales pudieran todavía excitar algunos paladares pudientes, permitiéndonos jugar nuestro pequeño rol en el crecimiento mundial del comercio de la posguerra (el comercio creció diez veces en todo el mundo desde la creación del GATT). El intercambio ha sido uno de los factores responsables de que, entre 1960 y 1982, el ingreso per cápita de los latinoamericanos subiera ciento sesenta y dos por ciento. Si la economía de los servicios hubiera hecho su fantasmagórica aparición algunas décadas antes, probablemente estas cifras, que sin duda no han resuelto nuestra pobreza, serían muy inferiores en lo que respecta a esta región del hemisferio occidental. Lo que sorprende es que regiones donde las materias primas y los productos sempiternos todavía dominan las exportaciones, como Centroamérica, generen por ese lado el equivalente a 7.000 millones de dólares anuales. Liliputienses en comparación con las exportaciones de pequeños gigantes asiáticos con superficies geográficas más pequeñas y menos recursos vomitados por la tierra, estas cifras son altas si se tiene en cuenta lo poco que cuentan realmente en la economía de nuestro tiempo aquellos productos que las hacen posible. Lo que no es serio es pretender, a las puertas del siglo XXI, ser alguien en el mundo con un plátano en la mano y un grano de café en la otra.

Salvo casos muy excepcionales en los que uno de los interlocutores comerciales apuntó el cañón de un revólver a la cabeza del otro, las miserias o fortunas de nuestros países en materia de exportación han dependido esencialmente de nuestra capacidad para producir aquello que otros querían comprar. Es más: en muchos casos la «coacción» la hemos ejercido nosotros contra los países ricos, amurallando nuestras economías dentro de verdaderas ciudadelas arancelarias. Mientras que sus mercados estaban semiabiertos, nosotros cerrábamos los nuestros. Eso permitió, por ejemplo, que en 1990 tuviéramos un superávit comercial de 26.000 millones de dólares en toda la región, es decir una ventaja abismal de las ganancias por exportaciones sobre los egresos por las importaciones. Nadie mandó cañoneras para abrir nuestras paredes de cemento arancelario y evidentemente tampoco se tomaron las represalias con las que hoy, por ejemplo, Washington ataca al Japón en venganza por su déficit comercial. Ni las economías poderosas estaban suficientemente abiertas antes ni lo están ahora, pero en el intercambio comercial no hubo uso de fuerza colonialista, pues América Latina pudo impedir el ingreso de muchas exportaciones de los ricos y hacer que sus propias exportaciones, incluso en una economía internacional que dependía menos de las materias primas, le trajeran algunos miles de millones de dólares.

Veamos por un momento qué ocurre en el intercambio comercial entre nosotros y los odiados Estados Unidos. En 1991, cuando empiezan a abrirse las economías de los países latinoamericanos audazmente a las importaciones —eso que el idiota llama «desarme arancelario»—, nuestras vidas se llenan de esos bienes de consumo de los poderosos que tanto sueño nos quitan. Resulta, sin embargo, que Estados Unidos también recibe muchos productos nuestros. El resultado: ese año América Latina exporta a Estados Unidos por un monto total de 73.000 millones de dólares, mientras que importa por un monto total de 70.000 millones de dólares. ¿Dónde está el imperialismo comercial? ¿Dónde los «injustos términos de intercambio»? Comercialmente hablando, desde 1991 hasta ahora América Latina le saca un provecho comercial al mercado norteamericano similar al que Estados Unidos le saca al mercado latinoamericano. La mitad de las exportaciones latinoamericanas van hacia Estados Unidos. Si ese país quisiera prescindir de nuestras exportaciones podría hacerlo sin demasiado trauma. El efecto para nosotros sería devastador, pues no hemos desarrollado mercados nacionales capaces de sostener el crecimiento de aquellos productos que hoy tienen salida por el tubo de las exportaciones (por insuficientes que éstas sean en comparación con el ideal o con otras regiones del mundo). Cada vez que una regulación norteamericana le pone una zancadilla a la importación de un producto latinoamericano —las flores colombianas, por ejemplo—■, damos alaridos de urracas. Denunciamos los términos de intercambio, pero cuando ese intercambio se ve amenazado nos entra una crisis de histeria. ¿En qué quedamos? ¿Queremos que nos compren nuestros productos o no? Es verdad que desde 1991 Estados Unidos exporta más a América Latina que al Japón. Pero es porque nosotros queremos que sea así, no porque nos hayan puesto una pistola en la sien. Finalmente, los beneficiados de estas importaciones somos nosotros, que adquirimos bienes de consumo a precios más baratos y en muchos casos de mejor calidad. Y Estados Unidos no es, por supuesto, el único país poderoso que nos compra productos y que, a través de ese comercio, desliza dólares hacia nuestras economías. En 1991 nuestras exportaciones a España, país importante de la Unión Europea, subieron un veinte por ciento, mientras que nuestros mercados sólo reciben cuatro por ciento del total de las exportaciones españolas. ¿Quién «explota» a quién? Si no exportásemos a Estados Unidos y España las cantidades que acaban de mencionarse, seríamos mucho más pobres de lo que somos.

Una curiosa tara de nuestros politólogos y economistas les ha impedido ver que la respuesta al deterioro de la importancia de las materias primas es diversificar la economía, ponerse a producir cosas más a tono con una realidad que ha vuelto nuestros productos tradicionales tan obsoletos como los razonamientos de quienes creen que sus bajos precios resultan de una conspiración planetaria. Que esto es posible lo están demostrando países como México. En 1994, el cincuenta y ocho por ciento de las exportaciones mexicanas fueron productos metálicos, maquinarias, piezas de recambio industriales y para automóviles y equipos electrónicos. La empresa petrolera estatal, PEMEX, sólo aporta hoy el doce por ciento del total de las exportaciones mexicanas, cuando hace apenas diez años el petróleo constituía el ochenta por ciento de las exportaciones de ese país. En semejante contexto, ¿quién se atreve a pronunciar, sin que se le trabe la lengua, que el problema de México es la venta de materias primas baratas y la compra de manufacturas caras?

De las diez empresas de Latinoamérica con mayores ventas en 1993, sólo cuatro, es decir menos de la mitad, venden materias primas. El resto tiene que ver con la industria automotriz, el comercio, las telecomunicaciones y la electricidad. En 1994, la primera empresa latinoamericana en ventas no fue una empresa dedicada a las materias primas sino a las telecomunicaciones. La economía latinoamericana, a pesar de ser todavía muy dependiente de las materias primas, se está diversificando. En la medida en que lo hace, supera el problema, no derivado de un complot sino de una realidad mundial cambiante, del deterioro de la materia prima con seductor de mercados.

¿Significa esto que debemos echar las materias primas al océano? No, significa que no debemos depender de ellas. Saquémosles, mientras las tenemos, todo el provecho que podamos. En muchos de nuestros países la incompetencia nos ha impedido hacer un uso suficientemente provechoso de esas materias primas. ¿Cuánto petróleo y cuánto oro están aún por descubrir? Probablemente, mucho. Si hubiéramos esperado menos tiempo para traer inversionistas dispuestos a correr con el riesgo de la explotación tendríamos más petróleo que vender. A este paso uno llega a la conclusión de que el intercambio de materias primas por manufacturas es tan injusto que, encima, necesitamos inversores imperialistas para sacar nuestras materias primas de donde la naturaleza las enterró... Panamá está explorando con ahínco su subsuelo en busca de oro y cobre. La minería constituye hoy el cinco por ciento de su economía y sus autoridades creen que tiene capacidad como para que esa cifra llegue al quince por ciento en el año 2005. ¿Quién es responsable de que hoy la minería sólo signifique el cinco y no el quince por ciento de la economía panameña? Nuestros ilustrados intelectuales y políticos dirán, sin duda: las transnacionales que no ofrecieron a tiempo sus servicios para venir a encontrar el oro y el cobre...

Hay materias primas latinoamericanas que, más que explotadas, son explotadoras de los ricos. El petróleo, por ejemplo, ha sido a lo largo de muchas décadas, un bien muy preciado que se hallaba en grandes volúmenes en algunos países de América Latina. Esos países, junto con otros cuantos, forman parte de un cartel internacional llamado OPEP (Organización de Países Exportadores de Petróleo) que un buen día, en 1973, decidió subir astronómicamente sus precios y poner de rodillas a los poderosos cuyas industrias necesitaban esta fuente de energía. Un país como Venezuela ha sido tan explotado en los precios de su materia prima petrolífera que entre los años setenta y los años noventa recibió la «insignificante» cifra de ¡doscientos cincuenta mil millones de dólares! ¿Qué hizo con ese dinero? Lo que hizo es mucho más responsable de la pobreza venezolana que los precios que pagó el mundo por el petróleo de la Venezuela Saudita durante esos veinte años.

Otra manera de escapar a las garras de la civilización imperialista es que los países latinoamericanos comercien entre, ellos mismos. En 1994, por ejemplo, casi la tercera parte de las exportaciones argentinas fueron a parar en Brasil, su socio de ese mercado común con aire a mala palabra: Mercosur. Una tercera parte de los productos farmacéuticos que se compran en Brasil, por un monto de cinco mil millones de dólares (ya se sabe que en Brasil la farmacia es casi tan popular como la iglesia), son fabricados por compañías de América Latina. Varios países de la región han puesto en marcha un vasto proyecto de interconexión para el intercambio de gas natural, red que valdrá muchos miles de millones de dólares en cuanto sea realidad. ¿Alguien está amenazando con invadir territorios al sur de Río Grande por todo esto? ¿Alguien está decretando manu militari los precios de estos intercambios desde Tokio, Berlín o Washington?

Tan libre es América Latina de impedir la entrada de productos provenientes de las costas infames de la prosperidad que ya está empezando, una vez más, a hacerlo. El proceso, lento pero amenazante, viene dictado por la idea falaz de que buena parte de nuestra incapacidad para crear rápidamente economías locales prósperas es el ingreso demasiado voluminoso de importaciones que generan desequilibrios comerciales. México, tras la crisis financiera de enero de 1995, subió aranceles de inmediato. Argentina, afectada por el «tequilazo», hizo lo propio y su gobierno propuso que los países del Mercosur subieran los aranceles de los productos que vienen de fuera del perímetro de esa asociación de países. Muchas trabas pone todavía América Latina —sin que nadie se lo impida— al comercio exterior, incluso en aquellos lugares donde los aranceles han bajado, pues muchas regulaciones abiertas o embozadas encarecen los precios de los productos que ingresan (para no hablar de los propios aranceles, que, a pesar de ser más bajos que antaño, siguen siendo un castigo al consumidor). La psicosis creada por la devaluación traumática del peso mexicano ha puesto a los déficit comerciales de muchos de los países latinoamericanos en el primer lugar de la lista de enemigos. Pero hay un ligero problema: la crisis mexicana no fue creada por ese déficit. Más bien, por la combinación de la desconfianza política fruto del sistema allí imperante y la caprichosa fijación del peso mexicano a niveles que ya no estaban justificados por la realidad del mercado. Los déficit comerciales no son, de por sí, una mala cosa. Significan que se importa más de lo que se exporta, y las importaciones benefician a los consumidores. Los déficit pueden presionar a las monedas si no hay otras fuentes de ingresos de dólares que compensen los efectos de los desequilibrios comerciales sobre las balanzas de pagos. En ese caso, si se quiere evitar males mayores, lo mejor es dejar que la moneda refleje el precio real. Para equilibrar la balanza comercial la solución no es castigar a los consumidores sino exportar más.

Si algún reproche se puede hacer a los países ricos no es que nos imponen injustos términos de intercambio. Más bien, que todavía no abren sus economías bastante, que aún ponen diques al ingreso de muchos de nuestros productos. A los 24 países más ricos del mundo, por ejemplo, les cuesta doscientos cincuenta mil millones de dólares al año proteger a sus agricultores de la competencia. Este tipo de burrada es la que debería ser denunciada sin cesar por nuestros charlatanes políticos. El daño que hacen los ricos a los pobres, en el panorama de la economía mundial, es que no se atreven a dejarnos competir dentro de sus mercados en igualdad de condiciones. Lo demás —términos de intercambio como precios de materias primas de ida y manufacturas de venida— pertenece a la genialidad de nuestros idiotas y al paleolítico ideológico en el que aún viven.

Nuestra pobreza terminará cuando hayamos puesto fin a las diferencias económicas que caracterizan a nuestras sociedades.

Lo único que tiene algún sentido en este axioma es que en nuestros países hay pobreza y diferencias económicas. No existe una sola sociedad sin diferencias económicas, y mucho menos en los países que han hecho suyas las políticas de igualdad predicadas por los marxistas. Tenemos sociedades muy pobres. No son las más pobres del mundo, desde luego. Nuestro ingreso por habitante es cinco veces mayor que el de los pobladores de Asia meridional y seis veces mayor que el de los bípedos del África negra. Aun así, una mitad de nuestros habitantes están sumergidos bajo eso que la jerga económica, apelando a la geometría para referirse a los asuntos de estómago, llama la «línea de la pobreza». Tampoco es falso que hay desigualdades económicas. No es difícil, en las calles de Lima o de Río de Janeiro, cruzar, en el recorrido de unos pocos metros, de la opulencia a la indigencia. Hay ciudades latinoamericanas que son verdaderos monumentos al contraste económico.

Aquí terminan las neuronas del que pronunció la memorable frase que preside estas líneas. En cuanto al resto, la lógica es apabullante: no habrá pobreza cuando no haya diferencias... ¿Significa esto que cuando todos sean pobres no habrá pobreza? Porque todos los gobiernos que se han propuesto eliminar la pobreza a través del método de eliminar las diferencias han conseguido, efectivamente, reducir mucho las diferencias, pero no porque todos se hayan vuelto ricos sino porque casi todos se han vuelto pobres. No se han vuelto todos pobres, por supuesto, porque la casta de poder que dirige estas políticas socialistas siempre se vuelve rica ella misma. En América Latina podemos dictar cátedra a este respecto. En la memoria reciente está, por ejemplo, la experiencia sandinista de Nicaragua. Los muchachos de verde olivo que se propusieron obliterar la pobreza acabando, para lograr semejante propósito, con las diferencias, ¿qué consiguieron? Una caída del salario general del noventa por ciento. Los autores de esta proeza, no faltaba más, se salvaron de la sociedad sin clases: todos echaron mano a opulentas propiedades y amasaron envidiables patrimonios. El ingenio popular bautizó el saqueo con este nombre irónico: «la piñata». En el Perú, Alan García se propuso hacer algo parecido. El resultado: mientras los patrimonios de los gobernantes se inflaron en las cuentas de los paraísos fiscales del mundo entero, el dinero de los peruanos se hizo polvo. Así, quien tenía cien intis al comienzo del gobierno de Alan García en el banco, tenía apenas dos intis al finalizar su mandato. La Bolivia de Siles Suazo, menos rapaz que la sandinista o la de García en el Perú, convirtió la actividad bancaria en un circo: para sacar pequeñas sumas de dinero del banco había que presentarse en las dependencias financieras con sacos de papas, pues era imposible cargar en las manos y los bolsillos todos los billetes necesarios para gastos de poca monta. La lista es aún más grande pero ésta basta para demostrar que la historia reciente de América Latina ha comprobado al detalle lo que puede lograr un gobierno que se propone quebrar el espinazo a los ricos para enderezar el de los pobres.

Para empezar, el rico en nuestros países es el gobierno o, más exactamente, el Estado. Mientras más ricos nuestros gobiernos, mayor la incapacidad para crear sociedades donde la riqueza se extienda a muchos ciudadanos. Se registran casos fabulosos como el de la riqueza conseguida por el petróleo venezolano: doscientos cincuenta mil millones de dólares en veinte años. Eso sí que es riqueza. Ninguna empresa privada latinoamericana ha generado semejante fortuna en la historia republicana. ¿Qué fue de este chorro de prosperidad controlado por un gobierno que decía actuar en beneficio de los pobres? Hay más casos: la Cuba de la justicia social, cuyo gobierno se propuso desterrar la miseria de una vez por todas de la isla caribeña, expropiando a los ricos para vengar a los pobres, recibió un subsidio soviético de gobierno a gobierno a lo largo de tres décadas por un total de cien mil millones de dólares. En Cuba, por tanto, el rico ha sido el gobierno. ¿Han visto los cubanos mejorar sus condiciones de vida gracias a estos dineros que su gobierno recibió en nombre de ellos? La ineptitud revolucionaria ha hecho que incluso la riqueza de los ricos gobernantes se reduzca tanto que sólo la camarilla más íntima del poder puede ostentar fortuna monetaria. En Brasil, la mayor empresa no es privada sino pública, como no podía ser de otra manera en la tierra donde Getulio Vargas infundió la idea de que el gobierno era el motor de la riqueza. ¿Están los sertones o los famélicos niños de las favelas de Río al tanto de los dineros que genera para ellos Petrobrás? ¿Cuánto del volumen que representan las 147 empresas públicas brasileñas les es accesible? En el México de la revolución que acabó con el entreguismo de Porfirio Díaz, la empresa petrolera, la principal del país, tiene un patrimonio neto de treinta y cinco mil millones de dólares y unas utilidades anuales de casi mil millones de dólares. ¿Han visto los mexicanos de Chiapas un ápice de ese tesoro?

El más rico de todos, el gobierno, dedica sus dineros a todo menos a los pobres (salvo en épocas electorales). Los dedica a pagar clientelas políticas, a inflar las cuentas de la corrupción, a financiar inflación y a gastos estúpidos como armamento. El Tercer Mundo —concepto más propio de Steven Spielberg que de la realidad política y económica mundial— gasta en armamento cuatro veces toda la inversión extranjera en América Latina. De ese gasto un importante porcentaje sale de las haciendas públicas de nuestra región. Los gobiernos que se dicen defensores de los pobres se hacen ricos y gastan aquello que no roban en cosas que no redundan jamás en beneficio de los pobres. Una cantidad pequeña de esos dineros va dirigida a ellos, a veces, en forma de asistencialismo y subsidio. La inflación que resulta del gasto público siempre neutraliza los beneficios, porque los fondos no son de proveniencia divina o mágica.

Los ejemplos de políticas defensoras de los pobres en América Latina no son suficientes todavía para impedir que la travesura socialista cunda por el continente. Un país cuya democracia es un ejemplo para las Américas —Costa Rica— está viendo a mediados de los noventa cómo su gobierno socialdemócrata ha aumentado el gasto público en dieciocho por ciento. El resultado: inflación y estancamiento económico. Una política cargada de buenas intenciones —ayudar a los desamparados— está logrando exactamente lo contrario: hacer que los pobres sean más pobres. Como siempre en un clima de esta índole, el mejor defendido contra la crisis económica atizada por un gobierno amigo que se dice socio de los pobres es el rico.

La experiencia enseña que lo mejor para ayudar a los pobres es no tratar de defenderlos. Ninguna tara genética impide que nuestros pobres dejen de serlo. Es más: cuando los latinoamericanos han tenido oportunidad de crear riqueza dentro de unas sociedades donde ello estaba permitido, lo han hecho. En varios países —México, República Dominicana, el Perú, El Salvador, por nombrar sólo algunos— una

fuente esencial de divisas son las remesas de los parientes de los pobres que viven en el extranjero. La mayoría de esos parientes no salieron a buscarse la vida cargando chequeras en los bolsillos. En poco tiempo consiguieron abrirse camino en el extranjero, algunos muy exitosamente, otros menos exitosamente, pero con suficiente fortuna como para dar una mano a los que quedaron atrás. El ejemplo latinoamericano más notable de exilio exitoso es el de los cubanos. Después de algunos años de destierro, los cubanos de Estados Unidos —unos dos millones, contando a la segunda generación— producen treinta mil millones de dólares en bienes y servicios, mientras que los diez millones de cubanos que están dentro de la Isla producen al año sólo una tercera parte de este monto. ¿Hay defectos biológicos en los cubanos de la Isla que les impiden generar tanta riqueza como la que generan los que están fuera? ¿Algún defecto craneano? A menos que algún frenólogo pruebe lo contrario, no hay ninguna diferencia entre el cráneo de los de adentro y el cráneo de los de afuera. Hay, sencillamente, un clima institucional distinto. Empieza a cundir cierto entusiasmo por la excitación de nuestras bolsas de valores y la mejora de nuestras cifras macroeconómicas. América Latina, en embargo, está lejos de romper la camisa de fuerza de la pobreza, entre otras cosas porque aún no invierte ni ahorra lo suficiente. En 1993 la inversión en estas tierras infelices sumó un dieciocho por ciento del PIB. En los países asiáticos «en vías de desarrollo» —otra perla del arcano idioma que hablan los burócratas de la economía internacional— la cifra es treinta por ciento. No es la primera vez en la historia de este siglo que nuestras economías crecen. Ya lo hicieron antes, y no por ello la pobreza menguó significativamente. Entre 1935 y 1953, por ejemplo, crecimos un respetable cuatro y medio por ciento, y entre 1945 y 1955 un cinco por ciento. Nada de ello significó el acceso de los pobres a la aventura de la creación de riqueza ni la implantación de instituciones libres que cautelaran los derechos de propiedad y la santidad de los contratos, o redujeran los costos de hacer empresa y facilitaran la competencia y la eliminación de privilegios monopólicos, indispensables factores de una economía de mercado.

Cuando en nuestros países haya un clima institucional propicio para la empresa, seductor de las inversiones, estimulante para el ahorro, donde el éxito no sea el de quienes merodean como moscas en torno al gobierno para conseguir monopolios (la mayoría de las privatizaciones latinoamericanas son concesiones monopólicas con previo pago de coimas), los pobres irán dejando de ser pobres. Eso no significa que los ricos dejarán de ser ricos. En una sociedad libre la riqueza no se mide en términos relativos sino absolutos, y no colectivos sino individuales. De nada serviría distribuir entre los pobres, en cada uno de nuestros países, el patrimonio de los ricos. Las sumas que le tocarían a cada uno serían pequeñas y, por supuesto, no garantizarían una subsistencia futura, pues el reparto habría dado cuenta definitiva del patrimonio existente. Si en México repartiésemos los doce mil millones de dólares de patrimonio que se le calculan a Telmex, la empresa de telecomunicaciones, entre los noventa millones de mexicanos, a cada uno le correspondería la monumental cifra de... ¡133 dólares! A los mexicanos les conviene más que la mencionada empresa siga empleando a sesenta y tres mil personas y generando jugosas utilidades de tres mil millones de dólares al año, lo que la mantendrá en constante actividad y expansión.

La cultura de la envidia cree que quitándoles sus yates a los señores Azcárraga (México) y Cisneros (Venezuela), o sus jets a los grupos Bunge y Born (Argentina), Bradesco (Brasil) y Luksic (Chile), América Latina sería un mundo más justo. A lo mejor los peces de las aguas en las que navegan Azcárraga y Cisneros, o las nubes que surcan los aviones de Lázaro de Mello Brandao o de Octavio Caraballo apreciarían un poco menos de intromisión de estos forasteros. A lo mejor nuestros idiotas dormirían más a gusto y se frotarían las manos y una exultante sensación de desquite les pondría la adrenalina en marcha, pero de esto no puede caber la menor duda: la pobreza de América Latina no se vería aliviada un ápice. La filosofía del revanchismo económico —eso que Von Mises llamó «el complejo de Fourier»— debe más al resentimiento con la condición propia que a la idea de que la justicia es una ley natural de consolación implacablemente dirigida contra los ricos en beneficio de los que no lo son. No hay duda de que nuestros ricos, con pocas excepciones, son más bien incultos y ostentosos, vulgares y prepotentes. ¿Y qué? La justicia social no es un código de conducta, un internado británico con matronas que dan palmas en la mano a los que se portan mal. Es un sistema, una suma de instituciones surgidas de la cultura de la libertad. Mientras no exista esa cultura entre nosotros, será un club de socios exclusivos. Pero para abrir las puertas de ese club no hace falta cerrar el club sino cambiar las reglas del juego.

Lo extraño del capitalismo es que en las desigualdades radica la clave de su éxito, aquello que lo hace de lejos el mejor sistema económico. Mejor: más justo, más equitativo. ¿Qué incentivo puede tener un cubano para producir más si sabe que nunca podrá tener derecho a la propiedad privada de los medios de producción ni al usufructo de su esfuerzo, que será eternamente oveja de un rebaño indiferenciable detrás de un jerifalte despótico? Si el incentivo de la desigualdad desaparece, desaparece también el producto total, la riqueza en su conjunto, y lo que queda para distribuir es por tanto más exiguo.

La clave del capitalismo está en que el capital crezca por encima del crecimiento de la población. Con el tiempo, lo que parecía un lujo de pocos se vuelve de uso masivo. ¿Cuántos dominicanos que se consideran pobres tienen hoy una radio e incluso un televisor? Para un pobre de la Edad Media esa radio y ese televisor eran un lujo inconcebible, pues ni siquiera los había inventado la humanidad. El capitalismo masifica, tarde o temprano, los objetos que en un principio ostentan los ricos. Eso no es consuelo para paliar los terribles efectos de la pobreza: es simplemente una demostración de que el capitalismo más restringido, al enriquecer a los menos, enriquece también, aunque sea muy levemente, a los más. El capitalismo más libre, aquel que se produce bajo el imperio de una ley igual para todos, hace esto mismo multiplicado por cien.

Ese capitalismo libre es el que no acepta la existencia de oligarquías cobijadas por el poder. Aunque la palabra «oligarquía» tiene lugar de privilegio en el diccionario del perfecto idiota latinoamericano, no es una invención suya sino un término que viene de la antigüedad, ya los filósofos griegos lo usaron. Sí, hay oligarquías en América Latina. Ya no son las oligarquías de los terratenientes y los hacendados de antaño. Más bien oligarquías de grupos que han prosperado al amparo de la protección del poder, en la industria y el comercio. Para acabar con esas oligarquías no hay que acabar con sus manifestaciones exteriores —con su dinero— sino con el sistema que las hizo posibles. Si, enfrentados a la mayoría de edad y emancipados de la tutela estatal, esos grupos siguen engordando las chequeras... ¡que vivan los ricos!

Nuestra pobreza también tiene otra explicación: la deuda externa que estrangula las economías de países latinoamericanos en beneficio de los intereses usurarios de la gran banca internacional.

La deuda externa importa un comino. La mejor demostración de que la deuda externa no tiene la menor importancia es que hoy nadie que tenga un mínimo de cacumen al hablar de economía se ocupa de ella, a pesar de que el monto regional de esa deuda es mayor que el de años recientes, cuando la milonga política continental no tenía más tema que ése: unos quinientos cincuenta mil millones de dólares. Hasta hace poco nada erotizaba tanto a nuestros políticos, nada llenaba de tantas babas pavlovianas las fauces de nuestros intelectuales como la deuda externa.

La deuda no es otra cosa que el resultado de la mendicidad latinoamericana ante bancos y gobiernos extranjeros a partir de los años sesenta y, con una intensidad poco coherente con nuestro tradicional culto a la «dignidad», a lo largo de los setenta. La deuda total de América Latina pasó de veintinueve mil millones de dólares en 1969 a cuatrocientos cincuenta mil millones en 1991, a medida que desde México hasta la Patagonia el hemisferio se volvía un zoológico de elefantes blancos que no entrañaron ningún beneficio a los ciudadanos en cuyo nombre se emprendieron las faraónicas obras públicas. Los bancos, cuya existencia se justificaba a través de los intereses que cobran a quienes les prestan dinero, y desbordados de dólares que querían colocar donde pudieran, aceitaron gozosamente nuestra maquinaria pública. ¿Puede culparse a los bancos de habernos dado los recursos que nuestra mano suplicante pedía? Imaginemos que la comunidad internacional no nos hubiera otorgado los préstamos. ¿Qué se hubiera dicho entonces? En vez de «banca usurera» se hubiera hablado de «banca racista», o «banca tacaña», o «banca hambreadora». La banca sólo dio lo que le pidieron, no lo que cañoneras imperialistas obligaron a nuestros gobiernos a aceptar. A la distancia, sin embargo, no hay duda de que América Latina se habría ahorrado mucho estatismo si el mundo hubiera sido menos aquiescente con nuestra voracidad prestataria. El gran deudor latinoamericano no es el empresario privado sino el gobierno. No hay, en América Latina, ningún caso en que menos de la mitad de la deuda externa sea del Estado.

¿Que los intereses eran altos? Los intereses son como la marea o los ascensores: a veces suben, a veces bajan. Si se pactan deudas con intereses que no son fijos, nadie puede fusilar al banquero que sube los intereses un buen día porque el mercado así lo determina y que, por consiguiente, cobra a los deudores un precio más alto del original. Cuando a comienzos de los ochenta Estados Unidos, que había decidido combatir la inflación, subió sus tasas de interés, ello afectó a América Latina. ¿Fue la decisión de combatir la inflación tomada por la administración Reagan una conspiración maquiavélica para que, de carambola, la deuda de los países latinoamericanos se viera más abultada de lo que ya estaba? Lo real-maravilloso de América Latina es que hay una legión de seres capaces de creer en esto.

Si fue así, el imperialismo recibió su merecido. En 1982 un memorando salía de México rumbo a Washington con un mensaje sencillo: no podemos seguir pagando la deuda. Lo que vino después ya se sabe: un cataclismo financiero. En el escueto párrafo de un trozo de papel oficial quedó para siempre vengada la sufrida historia de América Latina. La consecuencia no fue un castigo medieval para el prestatario que se declaró incapaz de seguir pagando, sino la crisis general del sistema financiero mundial. Y ésta es otra de las características del soporífero asunto de la deuda externa latinoamericana: que los países pueden dejar de pagar cuando les dé la gana sin que ninguna represalia importante se cierna sobre ellos, salvo dificultades para nuevos préstamos (¡No faltaba más!). De los primeros diez bancos norteamericanos, nueve estuvieron a punto de caer en la insolvencia gracias al ucase mexicano y nadie tomó represalias contra el catalizador de la crisis. La deuda, pues, se reveló como un arma de doble filo: por un lado, amenaza a la economía latinoamericana, pues la obliga a destinar recursos hacia los prestamistas; por el otro, tiene en suspenso a los acreedores, parte de cuya solvencia depende de la ficción de que la deuda algún día se pagará del todo. En materia de deuda, la regla de oro es no declarar nunca que no se pagará aunque se deje de hacerlo. El mundo de las finanzas internacionales es un trabalenguas: la banca mundial es un club de bobos que le prestan a uno para que uno les pague deudas pendientes y en el futuro le vuelven a uno a prestar para que uno pague la deuda que contrajo para pagar la anterior.

La deuda de América Latina viene acompañada de un seguro de impunidad contra los países de la región. Cada vez que se acumulan los atrasos, especialmente ahora que hay crecimiento económico, los bancos muestran tolerancia. Entre 1991 y 1992 se acumularon veinticinco mil millones de dólares de atrasos. ¿Alguien recuerda que un solo banco o gobierno haya chistado por ello? Al contrario, mientras esto ocurría, Estados Unidos condonaba más del noventa por ciento de la deuda bilateral de Guyana, Honduras y Nicaragua, setenta por ciento de la de Haití y Bolivia, veinticinco por ciento de la ¿e Jamaica y cuatro por ciento de la de Chile.

En cuanto a la deuda comercial, con un poquito de imaginación —la premisa es optimista— y algo de espíritu lúdico se puede modelar la estructura de dicha deuda como la arcilla. El primer país que puso a funcionar los sesos fue Bolivia, que en 1987, habiendo reducido la inflación, pidió dinero para comprar toda su deuda comercial al once por ciento del valor. Así, sin alharaca ni soflamas guturales, como por arte de prestidigitación, redujo el monto de su deuda de mil quinientos millones de dólares a doscientos cincuenta y nueve millones. Luego vino México, ya bajo el embrujo del plan Brady. En febrero de 1990, sin demasiado tesón persuasivo, convenció a los buenotes banqueros comerciales de que convirtieran la deuda en bonos vendibles y con garantía. ¿Dónde estaba el truco? Muy fácil: esos bonos estaban al sesenta y cinco por ciento del valor de los papeles de la deuda. A otro grupo de banqueros los convenció de cambiar la deuda por bonos garantizados con un rendimiento de seis y medio por ciento. De un porrazo, con números en vez de insultos, México dio un sablazo certero a lo que debía. Desde entonces, buena parte de los países latinoamericanos han «reestructurado» sus deudas —palabreja que simplemente significa que los tiranos de la banca mundial perdonan un porcentaje gigantesco de sus deudas a estos países a cambio de que la deuda restante siga siendo pagada a plazos mutuamente convenidos, lo que, en un contexto de políticas económicas mínimamente sensatas, no es complicado. En 1994, por ejemplo, Brasil rehizo su cronograma y su estructura de pagos por cincuenta y dos mil millones de dólares, logrando que cuatro mil millones de dólares de capital y cuatro mil millones de intereses se fuesen al baúl del olvido. Recientemente, Ecuador, pobre víctima de la usura universal, logró, mediante el expediente de reconversión de la deuda y el simple intercambio de sonrisas con sus acreedores, una reducción de cuarenta y cinco por ciento del capital de la deuda. En el primer cuarto de1995, Panamá estaba a punto de conseguir un acuerdo semejante. Reducir la deuda con los bancos comerciales resulta más fácil que birlarle la billetera al desprevenido turista que pone los pies en el aeropuerto Jorge Chávez.

La deuda es tan poco importante como tema de discusión entre la comunidad internacional y América Latina que los papeles de esa deuda se están revalorizando en el mercado secundario. Esto, en castellano, significa simplemente que el mundo cree que la buena marcha macroeconómica de los países latinoamericanos permite confiar en que seguirán haciéndose en el futuro los pagos parciales, pues los países tendrán solvencia para ello. Por lo demás, la novedad hoy está en que mucha de la deuda fresca es de empresas privadas que ofrecen acciones o bonos en las bolsas internacionales. El mundo vuelve a aceptar la ficción de que la deuda se pagará alguna vez. Y ya se sabe: como el mundo financiero es un universo de expectativas tanto o más que de realidades, la clave no está en que se pague sino en que se crea que se va a pagar, en la simple ilusión de que ello es posible. Sólo hace falta, en el caso de la deuda comercial, sentarse a meterle el dedo en la boca al acreedor de marras, y, en el de la deuda de gobierno a gobierno, estrechar la mano a una serie de burócratas reunidos bajo el nombre aristocrático del Club de París, cosa que varios países ya han hecho.

Si la deuda externa de América Latina estrangulara las economías del continente, no sería posible para muchos de estos países tener reservas de miles de millones de dólares, como hoy las tienen, ni, por supuesto, atraer esos capitales con nombre de ave —los capitales golondrina— que vienen a las bolsas latinoamericanas a ganar estupendos y veloces beneficios en acciones de empresas nacionales cuyo rendimiento vomita semejantes réditos.

No hay duda de que el pago de la deuda es una carga. Para Bolivia significa destinar un poco más del veinte por ciento de los dólares que consigue con sus exportaciones. Para Brasil el veintiséis por ciento. Nada de esto es grato. Pero, inevitable consecuencia de la irresponsabilidad de

nuestros gobiernos, esos pagos se pueden escalonar de acuerdo con las posibilidades de cada país. Por lo demás, una relación normal con la comunidad financiera permite que un país como México consiga, a comienzos de 1995, una astronómica ayuda internacional para rescatarlo de su propia ineptitud, y que Argentina, previendo el «efecto tequila», se proteja con créditos venidos del imperialismo.

Durante algunos años la deuda externa fue la gran excusa, el lavado de conciencia perfecto para la culpa latinoamericana. El expediente era tan atractivo que nuestros políticos —Fidel Castro, Alan García— juraban en público que no pagarían y por lo bajo seguían pagando. Alan García, príncipe de la demagogia, volvió famoso el estribillo del «diez por ciento» (en referencia a que no pagaría más del diez por ciento del monto total de los ingresos por exportaciones) y acabó pagando más que su predecesor, Belaúnde Terry, quien nunca objetó en público sus obligaciones con la banca y sin embargo redujo sustancial-mente los pagos. Fidel Castro, por su parte, veterano adalid de las causas antioccidentales, intentó formar el club de deudores, suerte de sindicato de insolventes, para enfrentarse a los poderosos y renunciar a pagar. Poco después se supo que era uno de los más puntuales pagadores de su deuda con la banca capitalista, por lo menos hasta 1986, fecha en que se declaró en bancarrota y dejó de cumplir con sus obligaciones. Habría que sugerir a los banqueros que traten de identificar, en la fauna política del continente, a aquellos especimenes que más braman contra la banca usurera y contra la deuda externa, pues ésos serán sin la menor duda sus más ejemplares clientes.

Las exigencias del Fondo Monetario Internacional están sumiendo a nuestros pueblos en la pobreza.

La fonditis es, como el Ebola, un virus que causa hemorragia y diarrea. La hemorragia y la diarrea que causa la fonditis, menos indignas que las causadas por el otro, son verbales. Este particular virus ataca el cerebro. Sus víctimas, que se cuentan por miles en tierras de América Latina, producen torrentes de palabras día y noche, vociferando contra el enemigo común de las naciones latinoamericanas y del sub-desarrollo en general, al que identifican bajo la forma del Fondo Monetario Internacional. Pierden muchas horas de sueño, echan espuma por las narices y humo por las orejas, obsesionados con esa criatura que viviría sólo para quitarle de los labios el último mendrugo de pan al enclenque muchacho de los barrios marginales. Marchas, manifiestos, proclamas, golpes de Estado, contragolpes... ¡cuántas jeremiadas políticas han rendido el homenaje del odio al Fondo Monetario Internacional! Para los «progresistas», esta institución se convirtió, en los ochenta, en lo que fue la United Fruit un par de décadas antes: el buque insignia del imperialismo. No sólo la pobreza: también los terremotos, las inundaciones, los ciclones, son hijos de la premeditación fondomonetarista, una conspiración glacial y perfecta del gerente general de dicha institución. ¿A alguna desgracia es ajeno el FMI? Quizás a alguna derrota sudamericana en una final de la Copa Mundial de Fútbol. Pero no podría uno poner las manos en el fuego.

Este monstruo devorador de países pobres, ¿qué es exactamente? ¿Un ejército? ¿Un extraterrestre? ¿Un íncubo? ¿De dónde sale su capacidad para infligir hambre, enfermedad y desamparo a los miserables de las Américas? En realidad es bastante triste comprobar lo que el Fondo Monetario es realmente. Lejos de la magnífica mitología que se ha tejido a su alrededor, se trata simplemente de una institución financiera creada en la incertidumbre de la inmediata segunda posguerra, durante los acuerdos de Bretton Woods, cuando el mundo se arrancaba los pelos tratando de resolver el problema de ayudarse a sí mismo a salir del pozo económico en que tanta desgracia bélica lo había sumido. La idea era que este organismo funcionara como un canal de los fondos recibidos hacia un destino determinado según las necesidades monetarias. Con el tiempo, el FMI fue dedicando el grueso de sus dineros a países hoy conocidos como subdesarrollados —fon-

dos que no salían del magín de algún voluntarista filantrópico sino de los gigantes económicos—. América Latina se convirtió en una de las zonas en las que el FMI intentaría aliviar los problemas de financiamiento de algunos gobiernos.

¿Estaban los gobiernos obligados a aceptar al FMI? No. ¿Impedir el ingreso de las tropas fondomonetaristas a nuestros países era tarea imposible y heroica? Tan imposible y tan heroica que bastaba con no hacer nada. No había más que no solicitar ayuda y, si ésta era ofrecida, darle el portazo en la nariz. De hecho, muchos de nuestros gobiernos lo hicieron. Es más: algunos firmaban cartas de intención con este organismo y luego se sentaban en lo acordado.

Ciertos gobiernos han acudido al Fondo Monetario. Al hacerlo, el FMI pone algunas condiciones —en verdad negociadas con el país solicitante— de política macroeconómica. Esta dinámica —yo te doy pero me gustaría que adoptes determinadas medidas para que esta ayuda tenga sentido— es el resultado de una decisión tomada por los países donantes: que el FMI condicione la mano que les da a ciertos gobiernos a un poco de rigor en la administración de la hacienda pública. Nadie tiene una pistola en la sien para aceptar las condiciones. Lo que tampoco se tiene es el derecho de apropiarse de fondos ajenos, y esto suelen olvidarlo nuestros patriotas que braman contra el frío —y por lo demás bastante carente de sex-appeal— señor Camdessus, gerente general del FMI. Nuestros ladridos contra el Fondo son simplemente porque esta institución no regala los dólares (que ni siquiera son suyos).

El no aceptar al Fondo Monetario como interlocutor en muchos casos ha enemistado al país desafiante con el resto de las instituciones financieras y con algunos de los principales gobiernos donantes de ayuda extranjera. ¿Tiene esto algo de anormal? Los gobiernos y los bancos, que no están forzados por ninguna ley natural o humana a ejercer el asistencialismo y mucho menos la caridad, prefieren algún tipo de garantía, sobre todo después de los efectos cataclísmicos de la crisis de la deuda a comienzos de los ochenta. Por tanto, aunque siempre está en manos del país decidir si quiere o no contar con el empujoncito fondomonetarista para salir del marasmo, puede pagar las consecuencias de incumplir acuerdos con el Fondo en la medida en que encuentra oídos un poco más cerrados en otros organismos financieros. Alan García, en el Perú, lo comprobó (y no fue el único).

¿Es el Fondo Monetario Internacional la solución de América Latina? Quien crea esto merece un lugar de privilegio en el escalafón de los idiotas. Un simple mecanismo para desahogar las cuentas del Estado, a cambio del cual se pide un poco de restricción en los gastos fiscales para contener la inflación, no va a crear sociedades pujantes donde la riqueza florezca como la primavera. Es más: adoptar ciertas medidas de disciplina fiscal sin abrir y desregular las economías trasnochadas es lo que ha contribuido tanto a asociar al liberalismo con el Fondo Monetario Internacional en estos últimos años y, de paso, a establecer la ecuación según la cual, a más FMI, más pobreza. Gracias a todo esto la historia del Fondo Monetario Internacional es la historia de cómo el hombre más gris -—su gerente general— se ha convertido también en el más odiado.

El Fondo Monetario no es la receta de la prosperidad ni el pasaporte al éxito. Atribuirle estas falsas características es una manera de ahondar el odio contra el organismo, pues nunca una política macroeconómica ligada a las matemáticas fiscales del FMI será suficiente para resolver el asunto de la pobreza. Esas soluciones no están en los maletines de los estirados y encorbatados funcionarios del FMI, que no habían nacido cuando hacía rato que existían las razones de nuestro fracaso republicano. Sólo pueden hacer el milagro las instituciones del país en cuestión.

Nuestros países nunca serán libres mientras Estados Unidos tenga participación en nuestras economías.

Los peruanos llaman amor serrano a esa relación tortuosa entre marido y mujer en la que, a más golpes, más se quiere a la pareja. La mayor prueba de amor es una bofetada, una llave de judo o un cabezazo. Nada es más excitante, sentimental o carnalmente, que la paliza. Entre los latinoamericanos y Estados Unidos hay amor serrano. Como vimos anteriormente, nadie definió mejor que el uruguayo José Enrique Rodó la relación entre América Latina y Estados Unidos vista desde la primera: nordomanía. Se refería a la fascinación enfermiza por todo lo norteamericano. Fascinación a un tiempo sana y envidiosa, tan beata en el fondo como biliosa en la forma. Todos tenemos un gringo dentro y todos queremos a un gringo cogido por el pescuezo. A lo largo de este siglo, los latinoamericanos nos hemos definido siempre de cara a Estados Unidos. No son carcajadas sino admiración lo que Fidel Castro causa cuando, sin que le tiemble la barba, denuncia bombardeos de microbios provenientes de laboratorios norteamericanos destinados contra su país —el último fue el que, según el comandante, provocó la epidemia de neuritis óptica en la isla—. Todos tenemos a un yanqui al acecho debajo de la cama. Echados en el diván, lo que aflora desde el subconsciente, antes que las íntimas vergüenzas del pasado, es una estrellada banderita roja, blanca y azul.

Las peores maldades yanquis han sido, por supuesto, militares. Lo único que nuestros patriotas olvidan añadir es que las torpezas y derrotas del intervencionismo estadounidense han sido probablemente más significativas que sus victorias. Nunca pudo derrumbar a Fidel Castro o al sandinismo, tuvo que soportar a Perón y hubieron de pasar tres años de crímenes de Cedras, Francois y Constant para que finalmente las tropas desembarcaran en Haití, verdadera potencia nuclear del hemisferio, y enfrentaran allí los peligros de una resistencia robusta y altamente sofisticada para poner al presidente Arístides en la silla del poder. También se atribuye a Estados Unidos perversiones económicas. Somos una colonia económica de Estados Unidos, pontifican —desde las universidades norteamericanas donde dictan cátedra o desde centros de estudios financiados por fundaciones gringas— nuestros redentores patrios. El vasallaje infligido por los norteamericanos sobre los latinos del hemisferio, se asegura, es la causa profunda de nuestra incapacidad para acceder a la civilización. Creemos ser los esclavos y las putas del imperio.

Un rápido vistazo a la pedestre verdad conjura —lamentablemente— esta estupenda fantasía. Para empezar, medio siglo de antiyanquismo nos ha salido muy rentable. Odiar a Estados Unidos es el mejor negocio del mundo. Los réditos: la asistencia económica y militar de Estados Unidos a los países latinoamericanos —hija directa del amor serrano—, suma, entre 1946 y 1990, 32.600 millones de dólares. El Salvador, Honduras, Jamaica, Colombia, Perú y Panamá han recibido cada uno miles de millones de dólares en calidad ¿de préstamo? No: de regalo. A cada misil retórico salido de nuestros arsenales intelectuales ha correspondido un misil crematístico lanzado desde la otra ribera. Ningún país en la historia ha premiado tanto como Estados Unidos a los intelectuales, los políticos y los países que lo han odiado. El antiimperialismo es la manera más rentable, en política, de hacer el amor.

¿Cuánto mete este país las narices en nuestras economías? Decir que mucho es eso que los gringos llaman wishful thinking. La verdad es que tenemos bastante menos incidencia en Washington de la que creemos. La única importancia ha sido geopolítica en los dos momentos de la historia republicana de América Latina en que nuestras tierras se encontraron en medio del fuego cruzado por eso que llaman «zonas de influencia». La primera vez fue en el siglo pasado, en los alrededores de la época de la independencia, cuando Estados Unidos disputó a las potencias europeas su ingerencia política en estas costas. No les disputó ni siquiera la económica, ya que no estaba en condiciones de hacerlo: hasta la Primera Guerra Mundial, es decir un siglo después de la Doctrina Monroe, Inglaterra invirtió más que Estados Unidos en América Latina. La segunda vez fue, por supuesto, en tiempos de la guerra fría, cuando el comunismo estableció varias cabezas de playa en el continente. Pero tampoco en ese momento tuvo Estados Unidos un interés económico aplastante al sur de sus fronteras.

Su prioridad era geopolítica, no económica. Las cifras chillan más fuerte que las cuerdas vocales del antiyanquismo criollo: en los años cincuenta la inversión norteamericana en estas tierras sumaba apenas cuatro mil millones de dólares; en los sesenta, once mil millones. Cifras microscópicas para el mundo moderno. En tiempos más recientes, lo único claro es que Estados Unidos se desinteresó bastante de América Latina (y de todo el mundo subdesarrollado). En todos estos años, sólo el cinco por ciento de sus inversiones se han hecho en el exterior y sólo el siete por ciento de sus productos se han exportado. El sesenta por ciento de las inversiones estadounidenses han ido a países desarrollados, no al sur del Río Grande. La esclavización aristotélica a la que nos habrían sometido las transnacionales norteamericanas no cuadra mucho con el simple hecho de que, hasta ayer, las ventas y las inversiones de Estados Unidos han sido diez veces mayores en su propio territorio que en todo el Tercer Mundo junto.

Estas cifras empezarán a variar lentamente en la medida en que la apertura económica que se da en las zonas tradicionalmente bárbaras del universo haga atractivo, en vista de los bajos costos y el crecimiento de los mercados de esos países, un mayor desplazamiento de los gigantes corporativos hacia otras tierras. América Latina es ya, poco a poco, uno de esos polos de atracción. Pero el fenómeno es tan reciente —y aún tan poco determinante en el rendimiento del conjunto de nuestras economías— que dictaminar la ausencia de libertad en nuestras tierras en función del colonialismo económico norteamericano es, en términos políticos, una de las formas más dolorosas de amor no correspondido.

¿Qué importancia pueden tener nuestros países para esos monstruos imperialistas si la General Motors, la Ford, Exxon, Wal-Mart, ATT, Mobil y la IBM tienen, cada una, más ventas anuales que todos los países latinoamericanos a excepción de Brasil, México y Argentina? ¿Qué afán el nuestro de creernos imprescindibles en los planes estratégicos del imperialismo económico, cuando las ventas de la General Motors son tres veces todo lo que produce el Perú? Precisamente porque la General Motors está obsesivamente orientada al mercado norteamericano, sus ventas cayeron fuertemente en 1994. Si dicha empresa tuviera su radio de ventas un poco más orientado hacia los beneficios del imperialismo sería menos vulnerable al encogimiento de sus ventas dentro del mismo Estados Unidos cuando ellas se producen.

A mediados de los noventa la presencia norteamericana en nuestra economía ha empezado a crecer, como ha crecido la de otros países exportadores de capitales. Esto es una gran cosa. Primero, porque los dineros y la tecnología de los fuertes están ayudando a dar dinamismo a nuestros adormecidos mercados. Segundo, porque al haber competencia entre los poderosos por nuestros mercados, los beneficiarios son nuestros consumidores. Tercero, porque por fin nuestros quejumbrosos antiimperialistas empezarán a tener algo de razón. Aunque alguna vez el imperialismo económico —la United Fruit y su respaldo militar en Guatemala en 1954, por ejemplo— estuvo en condiciones de funcionar como miniestado dentro de territorio centroamericano, hay más ejemplos de gobiernos que han expropiado a los imperialistas o echado de sus países a los intrusos que venían ingenuamente a invertir en ellos que de acciones militares norteamericanas dirigidas a respaldar la posición dominante de alguna transnacional de América Latina. Habría que añadir también que nunca una expropiación o una prohibición dirigida contra un inversionista norteamericano fueron por sí solas motivo para poner en marcha a los marines. ¿Qué mejor prueba de esto que la revolución cubana, que expropió a decenas de ciudadanos y empresas norteamericanas? Y el ulular perenne de Fidel Castro en favor del levantamiento del embargo norteamericano, ¿no es el mejor ejemplo de que el imperialismo económico es una fantasía? ¿Cómo se compadece la denuncia contra el imperialismo económico con la eterna súplica de que la economía de Estados Unidos deje de ignorar —eso es lo que significa realmente embargo— a este país caribeño?