Es el capitalismo, estúpido

Joan Tubau

Sabía que los antisistema eran liberales pero no conseguía desenmascararles. Quería demostrar empíricamente sus raíces capitalistas y no caía en lo fácil que iba a resultar pararles una trampa. Su filosofía barata iba a rendirse ante la teoría económica más básica, un simple experimento les delataría. Vender una cuantas cervezas en Plaça Catalunya sería suficiente. Con posibilidades mucho más atractivas para una noche del viernes (Sutton) y arriesgando parte de mi capital (que no es mucho), decidí entrar en un supermercado para comprar todas las cervezas que encontrase. Era arriesgado, lo sé, pero el capitalista es aquél que sacrifica su tiempo y su esfuerzo en pro de un beneficio futuro, y aquella era, a priori, una buena inversión. No me lo pensé dos veces, la verdad. Compré 600 latas de Estrella Damm y las cargué en el Volvo de mi padre. El coche en doble fila en Ronda de Sant Pere y un reto por delante, demostrar que el capitalismo es el mejor de los sistemas. Con un marketing de baja calidad (“cerveza 1€ amigo”) y un poco de suerte (la grúa no apareció por la zona), conseguí demostrar que Milton Friedman habitaba en las almas de los campistas. Vendí todas las latas en 3 horas. 250€ de beneficio neto.


Ellos todavía no lo sabían pero era el mercado, los libres intercambios entre los agentes, lo que terminaba optimizando el bienestar de los antisistema, felices, con su cerveza fría para pasar una calurosa noche de primavera. Ellos seguían con su tema, defendiendo un capitalismo más justo (léase socialismo) y un hiperestado que les protegiera y allí estaban los mossos enseñándoles a donde lleva un gobierno con demasiado poder. No acertaban con ninguna propuesta pero, en el fondo, eran unos capitalistas. Porque los indignados eran felices allí, en medio de su pequeño campamento, sin reguladores que dictaran sus normas. Se organizaban para cubrir las necesidades básicas, intercambiaban esfuerzos en su mercado laboral particular y actuaban libremente sin moralistas que juzgarán sus actos. Ellos decidían gastar su dinero en la cerveza fría que yo les ofrecía y no comprar los pasteles de zanahoria que vendía la vegetariana del monumento a Francesc Macià. El mercado se resumía en esto, la decisión de comprar una Estrella antes que un pudding. Si ahora salía la vendedora de zanahorias criticando el capitalismo, era fácil ver que lo suyo sólo era rabia por tener que cerrar su pequeña chabola.

Ellos representaban mejor que nadie aquel mercado que tanto decían odiar, un mercado que maximizaba su utilidad a la vez que financiaba parte de mi deseado iPad. Después del intercambio, todos mejorábamos nuestra situación inicial, yo con mi dinero y ellos con su Estrella, aparecía la famosa mano invisible de Smith. Tenía que ir un joven liberal a vender cuatro cervezas en Plaça Catalunya para hacerles ver que lo único que deseaban era un capitalismo libre, sin un gobierno que les molestara. Y mientras seguían defendiendo su modelo comunista con una Estrella Damm en una mano, una hamburguesa del McDonald's en la otra y el iPhone4 en el bolsillo, este humilde economista sonreía satisfecho.

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